¿Quién soy y a quién voto?
Por Carlos Almira , 20 agosto, 2016
La introducción del sufragio universal y la aparición de la sociedad de masas, vinculó en los procesos políticos de occidente, y luego de otras regiones del mundo, dos elementos que hasta entonces funcionaban por separado: la construcción de la identidad y la movilización política. La articulación, eficaz o frustrada, de estos dos elementos, determinó y determina aún, el éxito o el fracaso, de cualquier opción política.
En el caso de Europa, al coincidir las llamadas revoluciones burguesas con los procesos de industrialización, que definieron cada vez con más nitidez las distintas clases sociales en Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, etcétera, la construcción de una identidad personal y grupal de clase tendió a sustituir a la anterior identificación con el grupo de origen, regional, religioso, etcétera, o a superponerse con ella. Así, surgieron opciones políticas de izquierdas y derechas, que lograron que una parte creciente de sus adherentes se viesen a sí mismos, ante todo, como “de izquierdas” o “de derechas”, construyendo así una identidad relativamente estable y autónoma, en contextos y situaciones políticas, sociales, e históricas, muy variables.
Así, un obrero manual podía sentirse de izquierdas (socialista, comunista, anarquista). Un aristócrata, un burgués o un pequeño burgués, de derechas (liberal o conservador). Aquellos sectores de la sociedad, o aquellas regiones y países donde la industrialización fue más débil o llegó más tarde, como la España del interior, o el Imperio Ruso, tuvieron más dificultades en pasar de los procesos de identificación tradicionales, regionales y religiosos a los nuevos, sociales y políticos, vinculados primero con la emergencia de una sociedad de clases, y enseguida con la de una sociedad de masas. Tal fue el caso de los campesinos o de ciertos trabajadores domésticos.
Por otra parte, allí donde las instituciones eclesiásticas (las Iglesias y sus jerarquías), fueron cada vez más identificadas con una determinada distribución de la riqueza y los privilegios en la sociedad en cuestión, una parte creciente de los individuos y los grupos que se identificaban ahora como trabajadores o desposeídos, tendieron a hacerlo también contra, o al menos, fuera de, la identificación religiosa tradicional, como anticlericales, ateos, etcétera. Y a la inversa, el resto tendió a superponer su condición de “ser de derechas” con su identidad religiosa tradicional. En momentos de ruptura histórica violenta, este proceso doble de identificación “de izquierdas y come-curas” y “de derechas y católico”, tendría consecuencias dramáticas, como fue el caso de España.
Por supuesto, la realidad es mucho más compleja que esto. Pero lo que me interesa destacar aquí, para intentar arrojar luz sobre algunos fenómenos y comportamientos actuales, es que al engranarse la construcción de la identidad con la movilización y las opciones políticas, se alcanzó un potencial creador y destructivo nuevo, que no había existido antes, o que había adoptado otras formas históricas en los siglos precedentes, como las llamadas “guerras de religión” (Expansión del Islam, Cruzadas, Reforma y Contrareforma, etcétera).
A este nuevo potencial se sumaba ahora, además, otro hecho ya apuntado: la emergencia de una sociedad de masas. Como ya analizaran admirablemente en su día, autores como Émile Durkheim u Ortega y Gasset, la sociedad de masas es una estructura en la que los componentes últimos ya no son los grupos, sino los individuos aislados, atomizados. Ahora bien: el hecho de vivir en una sociedad así, dificulta extremadamente, y agudiza en términos psicológicos, la construcción de la propia identidad, que pasa de recaer sobre el grupo a hacerlo casi exclusivamente sobre el individuo. El hombre-masa del que hablaba Ortega, tiene una necesidad acuciante de saber quién es, y de decírselo cada día a sí mismo, que desconocían los individuos de las sociedades tradicionales precedentes. Esta urgencia y esta individualización radical en la construcción de la propia identidad, adquirió así, una relevancia política desconocida, al coincidir, gracias a los Estados basados en los Partidos y el Sufragio, con la movilización política de las masas.
Sin embargo, el proceso nunca fue ni será automático ni transparente. Ni siquiera, si me apuran, racional. La coincidencia entre auto conciencia e interés objetivo, personal o de grupo, no se dará sino de forma accidental, por ejemplo donde las llamadas opciones de izquierdas hayan conseguido, por otras razones, atraer a grupos de la nueva sociedad industrial a su opción identitaria y política y/o sindical. Casi lo mismo podría decirse de las opciones nacionalistas que surgen también en estos años, al calor de este nuevo engranage entre identidad nacional/partido nacionalista/movilización política de la primera a través del voto en favor de los segundos.
Ni los trabajadores (de la ciudad o del campo) han constituido un bloque histórico, “comunitario”, internacionalista, al construir su identidad en base exclusivamente (o al menos, principalmente) a su posición de clase social; ni todos los propietarios y privilegiados han hecho lo propio, pero a la inversa. Así, en la Primera Guerra Mundial, los trabajadores alemanes, franceses, austriacos, británicos, rusos o belgas, fueron a matarse entre sí, de forma muchas veces entusiasta, y para defender un orden social en el que, aparte de sus respectivas identidades y consuelos subjetivos, nacionales, no podían esperar gran cosa, en términos de bienestar, de reconocimiento y derechos. Por contra, siempre hubo ejemplos individuales de propietarios, e incluso de aristócratas “desclasados”, que construyeron su identidad y su opción política en base, no a su clase de origen, sino a su visión de los desposeídos.
No es de extrañar que aún hoy, cuando las etiquetas de izquierda y derecha han perdido buena parte de su atractivo identitario, en países como Francia y España haya trabajadores en precario, o incluso parados, que votan por opciones políticas que objetivamente los perjudican. Ello es así porque el proceso de construcción de la propia identidad es mucho más delicado y complejo que el proceso de estratificación económica. Así, ser de izquierdas puede ser identificado hoy por muchos trabajadores como “resignarse a la propia posición social”, o “querer el desorden”, o “dar de comer a políticos o sindicalistas vagos y maleantes”, etcétera. Y “ser de derechas” como ser una persona “de orden y sentido común” (“siempre ha habido y siempre habrá ricos y pobres”, etcétera). Los discursos identitarios no son, desde hace mucho, simétricos en términos políticos con la estratificación y la situación económica de la sociedad donde se articulan.
Queda la opción de la razón, pero ¿quién está en condiciones (quién lo ha estado nunca), de construir su identidad a partir del dictado de Sócrates: “conócete a ti mismo”? Hay un hiato dramático entre la razón y el comportamiento de las personas, que acaso tenga algo que ver con la Historia.
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