Recuperar el pasado
Por José Luis Muñoz , 9 agosto, 2016
De cuando en cuando quiero saber quién fui. El ritual es siempre el mismo. Me levanto, cojo el CD Caravanserai de Santana, lo meto en el reproductor, pulso play y cierro los ojos. Nada cómo la música para recuperar esa vida que fue. ¿Pero fue así, como la sueño en esos momentos, o la tuneo convenientemente borrando las miserias?
El tipo es un joven insolente. No más de veinte años. Delgado: setenta kilos escasos. Melena negra y larga anudada con coleta. Patillas hasta casi la barbilla. Bigote de Frank Zappa, grueso y caído, que casi roza las patillas. Cigarrillo de marihuana en los labios que pasa a su colega Tinet, un colgado que parece salido de una viñeta de El Víbora, con quien ha salido de la chabola que comparten en La Floresta a mirar las estrellas, a filosofar sobre la vida, a hablar de un futuro que está por escribir, a no dormir esa noche, como no duermen otras muchas. Ya dormiremos cuando hayamos muerto. Y entre calada y calada, tumbados sobre la pinocha del bosque, el latiguillo Too much. Y las risas tontas que da la hierba. Las ganas de cambiar el mundo y beberte la vida. O fumártela.
Sí. Todo es demasiado. La marihuana. Los ácidos que se toman los demás porque a mí no me convencen esos viajes descontrolados. La gente que entra y sale de la comuna. Las chicas que se pasean desnudas y bailan. Los libros que te acompañan en ese viaje breve, forzosamente, pero intenso, en estanterías que son cajas de frutas: Bakunin, Kropotkin, Tolstoi. Tus escritos metidos en sobres que entonces no sabes que se van a publicar cuarenta años después. Los brazos desconocidos que te ciñen la cintura una noche, esa boca que te deja en el cuerpo un reguero de besos, y luego desaparecen, la boca, los brazos y la chica anónima, no los ves más, no sabes más de ella. Instantes. Destellos de placer muy lejos del final que entonces no se ve aunque siempre esté allí, rozándonos, aunque nadie se meta jaco en las venas.
Hay una cocina forzosamente sucia y caótica. Nadie lava los platos, cada uno hijo de su madre, hasta que los necesita. Se hacen guisos comunales e infames, en ollas de fondo quemado, acompañados de vino que araña el estómago. Hay una chimenea que palía la humedad de la casucha cuyo alquiler nunca pagamos, porque cuando viene el dueño a cobrarlo saltamos por la ventana y nos perdemos por el bosque y regresamos por la noche cuando el tipo desesperado ya se ha cansado de perseguirnos: no somos inquilinos sino okupas. Somos libres. Insolentemente jóvenes. Rebeldes. Antisistema radicales, porque no consumimos absolutamente nada. Nos lavamos la ropa con jabón de manos y la colgamos al aire de un tendedero. Tenemos que escribir nuestra vida y no sabemos lo que nos deparará ese libro de hojas en blanco ni las páginas que va a tener, pero no nos preocupa. Vivimos al instante. Somos hippies. Follem, follem, que el mon s’ acaba. Una filosofía básica, de andar por casa. Sisa y Qualsevol nit pot sortir el sol. Mediterráneo de Serrat con patillas, melena al viento y pantalones pata de elefante. Los Pink Floyd. Jim Morrison y The Doors.
Un tipo con melena rizada afro y pantalones bombachos y chaquetilla de cuero toca los bombos frenéticamente sin que nadie lo haya invitado. Una chica en trance, una Janis Joplin cualquiera, se balancea, mueve los brazos, se contorsiona hasta que cae sobre las rodillas de alguno y busca una boca que besar. Somos tres los “propietarios” de la comuna. Pedro, el profesor de matemáticas de la Autónoma, nos saca seis años a los otros dos, pero es el más pirado, tiene mirada y aspecto de Charles Manson. Siempre fuma en pipa. Pasa de chicas. Tinet siempre se mira a la mía con cara de cordero degollado. Deja a ese tío, le dice, que es un colgado sin futuro y vente conmigo, que tengo cabeza. Y yo me río porque el colgado sin futuro es él.
Suena Waves Within y se nota el rasgueo de la aguja sobre el microsurco rayado. A mi chica no le gustaban los porros. Le daba uno y le entraba tos porque tampoco fumaba. A mí chica todo ese ambiente que a mí me fascinaba, esa vida al borde del caos, de una alegría inconsciente, de sueños imposibles que los sabíamos tales, no le gustaba, pero la aceptaba. Me quería. Nos queríamos. Cerrábamos la puerta de la habitación que no tenía cerrojo. Poníamos un cartel con un corazón aflechado dibujado y los colegas eran respetuosos con la intimidad de cada uno. Reían fuera de nuestros ojos, se colocaban con sus ácidos, con su vino rancio, cantaban a voz en grito para ocultar nuestros gemidos.
Las chicas se duchaban desnudas con una manguera en un pequeño patio asfaltado en el exterior. Con agua fría. Era verano. Quizá la comuna no sobrevivió al invierno. Nadie las miraba. No había nadie en metros a la redonda. Sólo pinos. Había gatos, eso sí. Gatos por todas partes. Entraban por las ventanas abiertas, como la gente, se paseaban por los platos sucios, los lamían. La casa de La Floresta era una casa abierta para todo aquel que quisiera entrar. A veces uno se levantaba por la noche y tenía que andar con cuidado de no pisar a los desconocidos durmientes que llenaban el salón después de una noche de ácidos, música y bebida barata. La chimenea ardía con papeles y cartones y algún tronco húmedo. Pasaban argentinos, colombianos, portugueses, franceses, en un trasiego absoluto. Hippies y anarquistas. Pacifistas que querían cambiar el mundo a base de lanzar flores y revolucionarios que fabricaban cócteles molotov para arrojarlos a los grises en la próxima manifestación. Yo era más de estos últimos. Y por la noche, a toda pastilla, porque no había vecinos a la redonda, sólo bosques de pinos y pinocha, sólo gatos y perros vagabundos, en un viejo tocadiscos de plástico blanco ese disco mítico de Santana rodaba, Caravenserai, música para soñar, el que siempre escucho cuando quiero volver al pasado y verme con las patillas, las gafas de sol, la melena anudada en coleta, los zuecos, los tejanos remendados y el canuto de marihuana en la boca. Too much. Hi ha vegades que es too much. Siempre era demasiado.
Esa vida pasada sólo vive en mi memoria y desaparecerá, como tantas otras cosas, cuando cierre definitivamente los ojos.
Too much.
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