Reflexiones sobre el horror
Por Carlos Almira , 28 marzo, 2015
¿Qué puede hacer que un hombre joven, “sano”, formado, se precipite en un avión de pasajeros con ciento cincuenta personas a bordo, con él, para estrellarse contra una montaña? Lo que ha conmocionado a la opinión pública ha sido conocer esto, el carácter deliberado de la catástrofe, por encima incluso de la catástrofe misma. Hay algo en toda matanza que sobrepasa el horror, el miedo que inspiran los desastres de la Naturaleza. Que una persona pueda desear no ya su propia muerte, sino la de decenas de desconocidos, que han coincidido con él por azar en un avión, planificarlo y realizarlo con toda sangre fría, es algo, lo confieso, que sobrepasa mi capacidad de racionalización. Explicar no es justificar. Dicho esto, yo podría explicarme hasta cierto punto que alguien desease quitarse la vida (alguien desesperado, hundido en la depresión, o incluso con la lucidez que proclamaban los antiguos estoicos, para quienes la posibilidad de darse muerte, “la puerta está abierta”, decían, era una prueba de la radical libertad humana). ¿No se suicidó Séneca por mandato de Nerón? Puedo entender incluso el suicidio incluido en un código cultural, como el del honor del guerrero samurái. Incluso podría comprender (pero nunca justificar) el asesinato de otros, por el odio, el fanatismo, la ambición, la envidia, por lo peor que duerme en cada uno de nosotros. Pero las dos cosas juntas, el suicido asesino de este joven copiloto alemán, es algo que, lo confieso, sobrepasa mi capacidad de entendimiento.
No soy psiquiatra, no entiendo mucho de Psicología. Me vienen a la mente cosas aprendidas hace mucho tiempo en los libros, que no pueden explicar lo que ha pasado pero quizás sí incitarnos a la reflexión sobre el mundo y los valores en que esto es no sólo posible sino, quizás, una zona oscura de nuestra normalidad.
Hace tiempo en su obra maestra, “El proceso de la Civilización”, Norbert Elías explicaba cómo, conforme las sociedades occidentales fueron progresando desde el final de la Edad Media (en sus instituciones, su tecnología, su conocimiento científico, su sensibilidad estética, su división del trabajo, etcétera), la violencia ancestral del ser humano pasó de ser un ejercicio externo, físico, a constituir una parte interna, inserta en nuestra psicología. La interiorización de la violencia llegó así, a constituir un rasgo de nuestro carácter, según este autor, que nos distingue del tipo humano de la Edad Media y de toda la historia anterior, que impregna toda nuestra sociedad. Según esto, vivimos en una sociedad compleja, “civilizada”, aparentemente pacificada, pero con una carga explosiva que ya no encuentra su salida natural en la vida cotidiana. El hombre pre-moderno no tenía tantos problemas psicológicos como nosotros, entre otras cosas porque sonreía menos, era menos sensible, menos hipócrita y dúctil ante las refinadas normas de la convivencia, no reprimía su furia ni su violencia, ni la aplazaba en su interior enmascarada en nudosos complejos, en un intrincado y temible mecanismo, dispuesto a saltar en cualquier momento.
Aparte de la tecnología y la cultura de la muerte, hay una diferencia más que cuantitativa entre las masacres de los Cruzados y las matanzas de las dos grandes guerras mundiales del siglo XX. Nuestra industria, nuestras instituciones, parecen obras de la paz pero en el fondo, son máquinas de guerra. Cuando paseamos por una ciudad limpia, tranquila, ordenada, y miramos hacia las ventanas de los edificios, podemos pensar en plazas fuertes, en barbacanas, en fortalezas listas para la guerra del hombre-masa encerrado en su reducto doméstico, contra el mundo entero. Este sería nuestro estado civilizado actual: un estado de sitio, que diría Camus, donde cada uno es, tras la pátina que haya podido imprimirle la socialización primaria, la escuela, el trabajo, la compleja interacción con sus semejantes, una fiera desconocida para sí mismo.
Cuando esta violencia emerge, pensamos inmediatamente en la anormalidad, en la locura. Cuántas veces se ha intentado “explicar” (integrar) el Holocausto judío como la obra de degenerados mentales, incluso de pobres dementes. Se trata de alejar lo más posible de cada uno de nosotros, la sospecha inquietante de que esta violencia asesina es parte de nuestra normalidad, una parte de nosotros, no por naturaleza, como diría Hobbes, sino por una determinada dinámica de nuestra Civilización.
Insisto: esto acaso no explica mucho, y desde luego, nunca podrá justificar acciones tan abominables. Por otra parte, también tenemos cosas buenas gracias a esta sofisticada Civilización nuestra, como reconoce y describe Norbert Elías: el hombre medieval rara vez se paraba para admirar estéticamente un bosque o una playa, como el tipo humano posterior al Renacimiento. Somos animales históricamente refinados no sólo para lo malo sino también, para lo bueno.
Y sobre todo, pienso yo: tenemos una responsabilidad moral mayor que aquellas gentes para construir una sociedad y un mundo mejor, aunque esto es algo que quizás, la creciente complejidad vuelve cada día más difícil, más urgente, inaplazable.
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