Refutar constantemente, vicio del palurdo
Por Eduardo Zeind Palafox , 19 septiembre, 2016
Por Eduardo Zeind Palafox
Vecinos, amigos, alumnos, políticos, han aprendido a ocultarse en la contradicción constante, quimera filosófica que exige a quien de ella se aprovecha interrumpir mucho la memoria, levantarse positivista, enfrentar las penas como idealista, platicar al modo estructuralista y dormir con ademán cioranesco. Tan funestas mudanzas de perspectiva, gracias a Dios, no desordenan los objetos, el cosmos, sino los pensamientos, esto es, el lenguaje.
Donosa y triste, cansada y literaria vida padece o goza el que a cada hora debe redefinir el léxico con que se comunica con los demás. La palabra “ciencia”, verbigracia, es ofensiva ante architenderos, pedagógica ante alumnos sanos, pedantería ante necios y tecnicismo ante escolásticos.
Se puede determinar si una sociedad es vertebrada, como diría Ortega y Gasset, no tanto por la organización social que muestre, sino por la univocidad de las palabras que utilice en la cotidianidad. Lanzar por todos lados eufemismos, sinónimos, circunloquios, galimatías, es ocultar nuestro ser, nuestra particular manera de sopesar problemas.
Quien viéndonos doloridos no oye nuestras quejas, sino metáforas militares, no puede conjeturar nuestro dolor, pero sí sospechar la estofa de la que nos hicieron. De incomprensivo motejamos al pobre que nos dispensa consejos inútiles por haber escuchado deformaciones semánticas salidas de nuestra boca.
Dudosa es toda concepción hecha parcialmente, es decir, formada con vocabulario que más es mascarada, disfraz, que semejanza cualitativa con el objeto sobre el que se pone. Dificultoso es substantivar, fijar, establecer, cuando un objeto es enjuiciado por ojos maleducados, sin capacidad de abstracción. Abstraer no es extraer esencias de las cosas ni sacar lo primordial de las representaciones que sobre los objetos nos hacemos, sino forjar con palabras lógicas nociones a todos asequibles y discutibles, cultivables.
Es lógica la palabra cuando posee dos lados, el filológico, científico, procedente de la necesidad, y el alegórico, de callejero uso, proveniente de los caprichos políticos. La palabra “racional”, empuñada para justificar los intereses de la vendimia, por ejemplo, es alegórica, pero empuñada para significar que es menester la demostración para persuadir, es científica.
Lo científico, a diferencia de lo vulgar, es simple. Más fácil es explicar a un niño la historia de las ciencias, que puede esquematizarse y luego ilustrarse con nombres, materias y métodos, que explicar la idea de justicia, que es metafísica, a tres doctores.
Creen las masas hallar todos los días ideas originales. Encuentran no ideas nuevas, sino formulaciones asombrosas, es decir, oscuras, para ideas triviales o duraderas. Creen, además, que tener en la boca proposiciones cuasi poéticas es adueñarse de algo absoluto. Un concepto aparentemente absoluto puede aplicarse, por ser falso, a cualquier cosa. Nótese que el palurdo lleva a todos los ámbitos sus creencias, que frente al juez, al médico o al niño pregona sus derechos ciudadanos, tales como el de libre expresión o libre preferencia estética.
Así las cosas, se comporta como expresionista pintor ante el niño, más expresionista que él, y como satírico periodista en la mesa del sacerdote, al que enfada a fuerza de peroratas judiciales.
Puras paradojas consigue el satírico que encuentra el lado larriano de toda entidad, de la manzana, de la obra de teatro y de sus mismos hijos. Cada cosa, para él, deja de ser cosa y se trueca en coro, en recordatorio de la gran idea central que tiraniza sus días. Dicha idea, por el mucho presentarse a través de la imaginación del estulto de marras, se hace dogma, irrefutable teoría, hipótesis que jamás se prueba.
Todo dogma, lo sabe cualquier lector de buenos libros de filosofía, escamotea peculiaridades e hilvana lo que no puede hilvanarse. Quitar lo ruso de la literatura de Gogol, lo inglés de la de Shakespeare y meter a nuestra memoria sólo materiales literarios, y después unir mediante artimañas estilísticas, literarias, los acontecimientos de Rusia e Inglaterra, es pensar infantilmente, bajo el yugo de la fantasía, gran creadora de parecidos, enemiga de la semántica y capaz de meter en las mismas redes epistemológicas flores, capítulos de Rulfo y reportes sanitarios leídos por Marx, y también de declarar que lo infinitamente lejano es parte nuestra.
El lenguaje que de todo lo mentado nace es aporético, vacío, no acota ni expande, sino deforma y revuelve. Las palabras, luego, dejan de ser significados que se multiplican a solas o se tiñen al ser metidas en frases, y se transforman en simples morfemas que nunca se articulan ni florecen, en generalidades que todo lo admiten. En suma, esgrimir mucho la refutación nos arroja al campo de la espontaneidad, sitio parecido a Nueva York, donde nada perdura, donde hay que reconstruir el paisaje cada mañana, faena que impide la armonía social.–
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