Rescatando palabras
Por Anna Genovés , 10 abril, 2016
El otro día escuché en el informativo que ciertos lingüistas habían creado una iniciativa para concebir un diccionario de palabras en desuso. La propuesta me agradó muchísimo. Aunque no me dé cuenta, en ocasiones utilizo expresiones que algunas personas no entienden; seguro que piensan: «Pero que anticuada es La Genovés».
Ciertamente procuro utilizar arcaísmos del mismo modo que neologismos. Pienso que el lenguaje está en completo movimiento, por tanto, evoluciona a diario. La parte más flexible de una lengua es el vocabulario, y, este, se recicla con palabras nuevas de manera constante. Asimismo, otras caen en desuso y se convierten en arcaísmos. Del mismo modo que el castellano del Medievo era distinto al actual, dentro de varios siglos el español hablado será diferente al que platicamos hoy en día. Las palabras desaparecen porque utilizamos otras para nombrar un determinado objeto o porque el objeto deja de utilizarse.
Por lo general, la mayor parte de las locuciones siguen invariables durante siglos y conforman los idiomas que permiten el entendimiento entre las personas. De la otra orilla, las palabras que han dejado de consumirse y cuya aplicación parece inadecuada. Pongamos por ejemplo el término emprestar sustituido hogaño por prestar algo o pedir prestado. Sin embargo, la palabra empréstito sigue significado un préstamo que toma el Estado o una empresa.
Tipos de arcaísmos:
- Palabras que ha desaparecido del habla pero siguen vigentes en distintos contextos, sobre todo, escritos.
- Términos inutilizados geográficamente en un determinado país pero no en otro. Ejemplo: pollera, grama… Voces usadas en América pero no en España.
- Arcaísmos de expresión: aquellos significantes que apenas se emplean en el español actual. Ejemplos: Febril por acalenturado o rizado por crespo.
- Arcaísmos semánticos: palabras cuyo significante se utiliza y cuyo significado resulta chocante. Pongamos por caso el verbo recordar, empleado actualmente para evocar el pasado. Empero, tiene una acepción equivalente a despertar cuya usanza es cuanto menos extraño: «Hoy me recordé temprano».
La risa va por barrios que diría algún que otro caballero… En la historia del castellano hay escritores notabilísimos como Juan de Mariana aficionado a los arcaísmos, y, sin embargo, Cervantes se reía de ellos.
La última edición del Diccionario de la RAE refleja un léxico vivo de 93.000 vocablos. El Quijote, obra cumbre del castellano, contiene 22.939 mil. Según Enrique Bernárdez, catedrático de Filología de la Universidad Complutense de Madrid: «El vocabulario pasivo de un hablante normal comprende entre 15.000-20.000 palabras de las que solamente utiliza entre 3.000-5.000 para la lectura de una novela o periódico. Sin embargo, en la vida cotidiana, las mismas quedan notablemente reducidas».
Por otro lado, el consumo masivo de Internet y de algunas Redes Sociales que minimizan los mensajes a 140 caracteres, como Twitter, empequeñecen las lenguas. Pero, también sucede a la inversa: esta red en #palabrasolvidadas permite comprar un vocablo a cambio de mencionarlo. Esta actividad hace que términos arcaicos estén en boga nuevamente. Tal es el caso de: pamplina, lechuguino o cuchipanda. Dentro de los términos que necesitan ser rescatados con urgencia tenemos: batiburrillo, cachivache o amalgama.
¡Qué cosas tiene la vida! Nacer para morir o revivir como el Ave Fénix de las cenizas. Porque no nos olvidemos, las palabras están vivas: nacen, se expanden y, a veces, desaparecen.
Y con este batiburrillo de conceptos que he encontrado en distintos cachivaches ofimáticos, algún picaflor quedará más que satisfecho o quizás, alguna dama rimbombante con un floripondio en la cabeza. Las triquiñuelas siempre son bien acogidas aunque sean mera amalgama de distintos compuestos. Feten por esta iniciativa lingüística que, con apremio, auxilia a las palabras de sufrir una hecatombe.
©Anna Genovés
10/04/2016
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