«Roman J. Israel, Esq.»: La ley de Denzel
Por Emilio Calle , 4 mayo, 2018
Al igual que en su brutal debut como director y guionista («Nightcrawler, 2014»), la nueva película de Dan Gilroy es otro viaje sin salida al interior de un personaje fagocitado por un sistema donde no se admite el juego limpio. Si en la película citada medios de comunicación y prensa eran el objetivo de Gilroy, ahora coloca bajo la lente de su microscopio al mundo judicial, con idéntico escepticismo y crueldad.
Roman J. Israel es un abogado curtido en antiguas batallas sobre derechos civiles, admirado y repudiado a partes iguales por su pasado y por una incontenible y fascinante verborrea que aún hace más enigmática su ya de por sí esquiva figura, y que ahora malvive a la sombra de su socio y mentor, siempre alejado de la primera línea de los tribunales (y no tardaremos en comprobar las razones, porque incluso en una vista preliminar termina acusado de desacato, sin tiempo de que nadie más que él hablara, cuando le intenta enseñar la ley al mismísimo juez que instruye la causa). Pero cuando ese hombre al que tanto admira, y del que tanto aprendió, muere, deja al protagonista en una deriva de incierto destino. Porque en ese naufragio, Israel tendrá que recorrer todo el andamiaje judicial, desde el corporativismo más despiadado a los defensores de una justicia muchísimo más equitativa, y hacer trizas sus propias creencias para poner en marcha un plan descabellado, prueba de su incapacidad para encajar en aquello en lo que más cree, dentro de un muestrario donde vaya donde vaya o haga lo que haga, casi siempre acaba con el rechazo como recompensa, cuando no como castigo. Y es así como se nombra a si mismo abogado defensor y fiscal al mismo en una causa contra su propia persona, conociendo y hasta exigiendo el veredicto final.
Sin embargo, Gilroy, guionista, no logra encontrar el punto de unión entre todos los relatos que articulan la historia y las muchas peroratas surgidas de las reflexiones del protagonista, que incluso cuando resultan del todo herméticas, terminan siendo mucho más interesantes que el personaje que las comparte. Ese desequilibrio aumenta a medida que se desarrolla el metraje, y cuando se trata de suturar finalmente tanta herida abierta, el desenlace es apresurado, y torpe, y no está a la altura del retrato de este singular abogado, por momentos trazado de un modo realmente brillante. Y Gilroy director tampoco encuentra un camino visual que unifique senderos tan distintos, y parece que su osadía enmudece cuando debe pasar de la comedia al «thriller», o al drama, o a la denuncia, o a la desazón. Y entristece que una película con tantos aciertos no logre el malabarismo de manejar a la vez sus propias propuestas.
Claro que todas estas quejas de segunda mano poco importan. Porque el protagonista es Denzel Washintong. Y si Denzel Washintong está en pantalla, la hipnosis está asegurada. Pocos, muy pocos actores tienen la capacidad de hacerse con sus personajes de tal manera que logren que se te olvide de inmediato que estás viendo a una leyenda de la interpretación. Su poder es impresionante (y en esta película a bordo de registros no muy habituales en él), y es capaz de levantar una película que con otro protagonista no sería más que un cúmulo de intrascendencias (y como prueba, ahí está, casi a punto de estrenarse, la segunda parte de «The Equalizer (El Protector)», soporífero atolladero de clichés, que gracias solamente a la presencia de Washintong lograba electrificar a cualquier espectador en su butaca, e incluso generar una secuela). Escucharlo es un placer. Y con la caracterización más sencilla que cabe suponer, conseguir una imagen tan alejada a la del actor, pero si perder un ápice de la fascinación que desprende su extraordinario talento.
Él es Roman J. Israel.
Él es la película.
Y aunque las muchas sombras que arroja sobre el sistema judicial no logren calar en la oscuridad que se denuncia, es una obra valiente y compleja, que fija su mirada en uno los pilares de esta sociedad, la ley, que se está desmoronando para solaz de los que, fingiendo que los defienden, hacen cuanto se les antoja con nuestros derechos.
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