Rupea, un castillo en un mar de miel
Por José Luis Muñoz , 2 noviembre, 2016
Hay destinos que no están previstos en la ruta de Ulises por tierras de Vlad Drácula, pero que se cuelan contra su voluntad en su cuaderno de bitácora. Rupea, por ejemplo, una población del distrito de Brasov en dirección a Sigishoara que no aparece en las guías turísticas y a la que llega de forma sorpresiva sencillamente porque le llama poderosamente la atención ese castillo impresionante que corona la montaña que la domina la población. Se detiene a hacer fotos desde un llano y se dice que mejor será acercarse con el coche, así es que entra en Rupea y lo primero que le llama la atención es la composición mayoritaria de sus habitantes, de etnia y cultura gitana, y la pobreza de sus edificaciones: casas con cubiertas a cuatro aguas de teja que se caen a trozos.
Intuye que llegará al castillo por una calle en fuerte ascenso que sale de la torre de la iglesia amarilla que hay en la carretera. La calle pronto pierde el asfalto para convertirse en una vía estrecha, mal adoquinada y cada vez más pendiente, pero acostumbrado a peligrosas pistas de montaña con caídas de trescientos metros eso es una minucia para Ulises que sube hasta que la calle se corta y empieza un estrecho camino escalonado.
Hoy hace un día extraordinario, con cielo azul, escasas nubes en el horizonte y ambiente fresco. Aparca el Skoda blanco con freno de mano y marcha puesta y asciende por esos escalones que discurren entre hayas que van perdiendo las hojas, por en medio del cementerio de la ciudad. Las lápidas de los muertos de Rupea, modestas, algunas con flores, puntean ambos márgenes de ese camino en la ladera de la montaña, para que los muertos tengan vistas sobre el pueblo que les vio nacer. No encuentra lógico Ulises esos enterramientos en un terreno tan abrupto cuando la mayor parte de los cementerios se encuentra en los llanos, y precisamente Rupea lo tiene fácil puesto que está en el fondo de un valle, así es que sospecha que habrá alguna razón oculta para que esto sea así. ¿Para estar más cerca de Dios?
Tiene que subir doscientos empinados escalones hasta llegar a la falda del castillo que cree abandonado hasta que se percata de una entrada y una taquilla con una vendedora que se muestra alborozada de vender ese mañana un ticket a alguien con cara de extranjero.
El castillo de Rupea fue empezado en el siglo XIV, en la Edad Media, y terminado en el XVII. Aunque ruinoso, a pesar de un cartel que anuncia no se sabe cuántos miles de millones de euros que ha dado la Comunidad Europea para su restauración, Ulises admira la grandiosidad de la fortaleza y, sobre todo, su excelente ubicación. Hay un buen número de torres de defensa de tejado cónico, vacías por dentro, adosadas a los diferentes perímetros amurallados y Ulises trepa casi en solitario (un americano con cierto parecido a John Goodman y su mujer son los únicos visitantes de la fortaleza) hasta la cima.
Desde esos trescientos metros de altura, las vistas sobre la población son extraordinarias. Observa Ulises los campanarios picudos de tres iglesias, la iglesia amarilla de referencia de la carretera y esa sucesión de viviendas pobres que a vista de águila no lo parecen y de cuyos tejados sale el humo de las chimeneas encendidas.
Cuando desciende y maniobra con el coche para bajar, decide que Rupea merece más atención y aparca muy cerca de la carretera, junto a un parque cuidado y un coche policial (la visible presencia policial en Rumanía nada tiene que ver con la invisible de Bulgaria). Avanza por una acera de la carretera y calle principal, extraordinariamente concurrida, tras no encontrar la puerta de acceso de esa iglesia de paredes amarillas, y pasa ante un grupo de gitanos que espera pacientemente el transporte público y le miran con tanta curiosidad como él los mira a ellos. Hay gitanos vistosos que van con enormes sombreros de cowboy y gitanas de pelo azabache trenzado a la espalda, adolescentes que llevan en brazos bebés y arrastran de la mano niños.
Parece día de mercado, así es que lo busca en esa población de la Rumanía profunda sintiendo que le miran con la curiosidad de quien no está muy acostumbrado a ver extranjeros por las calles. Él hace fotos con su cámara, pero ellos le fotografían con sus ojos oscuros. Da la sensación de que los algo más de cinco mil habitantes de esa población se hayan echado todos a la calle.
El mercado ocupa una pequeña plazoleta rectangular, al pie de la carretera, pero antes de llegar tiene un encuentro visual con una de las ciudadanas más populares, e imagina que necesarias, de Rupea. La mujer que pisa la acera con poderío sobre altos tacones, escote de vértigo, melena oxigenada, pantalón ajustad y pinturas de guerra en labios y ojos, destaca entre esas gitanas morenas y menudas que le abren paso como si fuera una gran señorona. Pondría la mano en el fuego Ulises que esa hembra en edad de retiro (le calcula cinco años menos de los que él tiene) ejerce una labor social en Rupea calmando la fogosidad de los maridos e instruyendo a los jóvenes. Que una puta se pasee como puta, haciendo un alarde de su profesión (quizá, aventura Ulises, y no cree equivocarse, sea la única de Rupea, toda una institución) en un pueblo de esa Rumanía rural y profunda, le llama poderosamente la atención. La sesentona, que parece una meretriz felliniana, una caricatura de sí misma, se cruza con Ulises y le mira a los ojos como posible cliente, y él desvía la mirada con timidez, sintiéndose devorado. La trabajadora social del sexo se pasea como si fuera un anuncio sobre sus dos poderosas piernas, quizá en busca de clientes para el mediodía o la tarde, y seguro que más de una esposa de Rupea agradecerá su labor con tal de no tener a su baboso marido encima, así es que Ulises cree que esa mujer es muy respetada en el pueblo, es toda una institución, un personaje necesario como lo pueda ser el pope, el alcalde, el policía o el médico.
Llega al mercado. Hay toda clase de verduras que venden directamente los campesinos bajados de las montañas a Rupea. Hay, sobre todo, montañas de coles y centenares de recipientes de miel. Rumanía nada en néctar de abejas. Los vendedores son callados, no vocean su producto como en otros países por donde ha pasado Ulises. Le miran, eso sí, y se sorprenden que fotografíe ese extranjero tomates y zanahorias.
observa la carretera, que es la calle principal de la población, con algunas tiendas que vender ropa de mercadillo, sujetadores y sostenes blancos enormes, fajas, chándales rosáceos, zapatillas de deporte, nada en qué poder gastar los quinientos leis que lleva Ulises en el bolsillo. Pasan coches apedazados, carromatos tirados por caballos, autobuses renqueantes que ahúman el limpio aire de Rupea. En esa población encuentra Ulises esa España de hace cincuenta años. Observa a los viandantes, mayoritariamente gitanos, y le extraña no ver móviles.
Es hora de comer y de adelgazar ese billetero. Cuesta encontrar un restaurante. Los habitantes de Rupea comen sus guisos en sus casas y ningún extranjero, salvo él, se ha perdido en esa pequeña población. Huele al humo de la leña que arde en las chimeneas. Huele a gulasch, y siguiendo el rastro de ese aroma encuentra un restaurante modesto en donde una chica morena de ojos verdes interpreta que quiere un plato de sopa y un vaso de vino. La sopa es espesa, fuerte, viene, además de con carne, con algunas alubias rojas que le dan más consistencia. El vino es rasposo. Come sol en un comedor desangelado.
Encontrar donde dormir va a ser difícil. Camina arriba y abajo del pueblo, inspecciona algunos establecimientos en cuya entrada reza el cartel de pensión y decide, finalmente, levantar vuelo de Rupea, tomar la carretera y buscar algún alojamiento por el camino, cuando anochezca. A las seis, cuando ya tiene que encender los faros de su Skoda, ve un anuncio de motel en la carretera y deja el coche ante un edificio de madera de dos plantas. El dueño habla alemán y él le contesta con monosílabos en inglés. La habitación es pequeña, pero limpia. La calefacción está tan fuerte que se saca la camiseta. En la planta baja el establecimiento tiene una cafetería. Pide un café y un pastelillo pringoso de hojaldre regado con esa miel rumana que ha visto en el mercado de Rupea. ¿Dónde están los ajos? ¿Y los vampiros?
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