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 Satanás de Marino González Montero. La rebelión de las máquinas.

Por Francisco Collado , 24 enero, 2022

 

 

En medio de las ruinas de una Hélade derrotada, un luzbel casquivano, empurpurado, con querencia de commedia dell´arte, aguarda; rodeado por la lava; la llegada de Hombre y Mujer. A priori nada de extrañar, tratándose el epílogo de la trilogía que iniciara el autor con “Muerte por ausencia” y “Laberynto”. Una partitura de preguntas primordiales sobre la humana existencia y sus postrimerías que, ahora, alcanza su coda con este “satanito” con modos de pícaro del áureo siglo y con patina de estafador anímico. Un truhán teológico de rica verborrea y ademán de cantante de night-club. Un potente personaje al que José A Lucía le extrae todas las posibilidades, destilando sensaciones, juegos de palabras y actitudes que convierten al ángel caído en alguien por el que el espectador llega a sentir cierta cercanía y ternura. La expresión corporal del actor le obliga a recorrer todo el espacio escénico, parco, pero efectivo. Ese es otro de los estilemas del autor. Los espacios espartanos, las simbólicas ruinas, las zonas de sombras. Lugares donde se desarrolla la ceremonia de la palabra, en un modo teatral que solicita atención del espectador. Porque detrás de su disfraz de sátira, de su lúdica apariencia, habita un embozado mensaje sobre los miedos primordiales, las pasiones ocultas, el desconocimiento del devenir. Marino González Montero disfraza el mensaje de inteligente comedia, lo envuelve en una amplia gama de posibilidades que van desde la esgrima verbal a instantes de musical, del inserto filosófico a la referencia jocosa. El equilibrio entre tan diversas propuestas surge de modo fluido. En una obra de González Montero es posible que en medio de un escenario expresionista y tras un diálogo con aristas teológicas, el Ángel de las Tinieblas se marque una milonga o baile una divertida coreografía con Mujer (Ana García), plena de humor.

Satanás es la culminación de una propuesta circular. La propuesta final que el personaje que Hombre y Mujer encuentran en las ruinas (pensando que se trata de un orate), es la lógica conclusión sobre la situación actual del ser humano. El desarrollo dramático es fluido, jugando con el espacio y con una adecuada iluminación donde rojos y azules crean un ámbito expresionista y una chaqueta roja sobre la columna, es omnipresente símbolo luciferino. Si en las otras obras de la trilogía, las acciones humanas se desbordaban con la intensidad de un volcán, aquí es el mismo volcán el que forma parte del pathos. La recapitulación final y la anagnórisis conducen a una reconciliación de los personajes consigo mismos. Tragedias inmensas en escenarios minimalistas.

El texto es una intensa poesía de lo reflexivo. Juega con las referencias clásicas, sin acartonamiento, introduciendo esas marinomostescadas que sólo son posibles en el universo del autor. Los ramalazos nihilistas, la sombra beckkettiana, el absurdo misturado con la coreografía arlequinesca del Príncipe de la Oscuridad. Es el gran teatro del mundo. Un rincón donde los hombres reciben como don su propia humanidad. Tanto Ana García como Jesús Manchón, desarrollan con fluidez dos personajes que son trasuntos de sus anteriores creaciones, dotándolos de una vis cómica notable y jugando con solvencia con los instantes trágicos. El mito ancestral, el dios desconocido, el abismo y la orfandad humana están presentes en este texto soberbio, pero lo están a golpe de ironía. De humor respetuoso con el público, de inteligente humor luciferino. Un lucifer que utiliza el método socrático para hablar con los hombres.

Otro de los estilemas del autor, consiste en complicar la vida y la hacienda del compositor que reviste sus letras imposibles de certeras notas. Unos acordes que resuenan en medio de la desnudez escénica, consiguiendo imbricarse en el contexto con fluidez narrativa, sin chirriar. Sin discordancias conceptuales. El mérito lo posee, sin duda, el músico Claudio Gutiérrez, capaz de “cuadrar” con acierto las notas con esas irreverentes estrofas del dramaturgo. Hermosos arpegios de guitarra acústica y certeros acordes de teclado; con hermosos contrapuntos de bajo; ha conseguido transformar textos (en origen inmusicables) en hermosas canciones. El otro extremo es la interpretación vocal de José Antonio Lucia, que defiende las obras con solvencia y naturalidad, desde la perspectiva de un Satanás, vestido de rojo, que “es un truhán y es un bribón…”

 

Hermosa culminación para este triángulo dramático sobre la falta de certezas de la humanidad (excepto la muerte), para la sed de eternidad y la búsqueda de la belleza absoluta.

No podía tener mejor maestro de ceremonias que ese Luzbel lúdico, canalla y bufonesco.  Un demonio al que Lucia le saca las aristas, lo pule y lo deposita, desarmado, palpitante, en manos de los hombres. Como un inverso Prometeo.

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