Si Gutenberg despertara
Por Jordi Junca , 13 mayo, 2014
Imagino un escriba del siglo XV, un monje ataviado con apenas un saco de esparto con la capucha lo suficientemente grande para ensombrecer la zona de los ojos y hacerlo parecer un ser siniestro al que se debe obedecer. Lo visualizo lamentando la llegada de la imprenta, preguntándose qué hacer ahora que sus manos ya no son necesarias, preparándose para la inminente desgracia. Tal vez pensaba, en aquel entonces, que la tecnología iba a terminar con los libros y que a partir de ese momento ya nada sería lo mismo.
Mucho ha llovido desde que a Gutenberg se le ocurriera la posibilidad de reproducir rápidamente idénticos ejemplares de la Biblia y, a pesar de todo, los libreros de ahora sienten acaso el mismo vértigo ante lo que creen es el crepúsculo de la literatura. La crisis del libro es un hecho, aunque nada tiene que ver con la situación económica, quizás, me corrijo, la segunda haya acentuado la primera. En efecto, se consume menos literatura por múltiples razones, entre ellas la irrupción de las consolas, la televisión o el cine. Además, el objeto-libro sufre las consecuencias de una sociedad cada vez más digitalizada pero, cuidado, ello no conlleva necesariamente la muerte del arte de escribir. En lo que se refiere a la disminución del consumo, no es tanto culpa de la economía sino una tendencia cada vez más asentada que consiste en adaptarse a diferentes códigos que facilitan la comprensión pero que, a priori, restringen las posibilidades de la imaginación. Más que una cuestión de tecnología, se trata de la ineficiencia del diálogo o, dicho de otra manera, la poca capacidad de adaptación. En este sentido, los detractores de la televisión o del cine sienten tal vez lo mismo que aquel monje del siglo XV; sienten, al fin y al cabo, que se aproxima la muerte del libro tal y como lo conocemos. Es posible, entonces, que nos equivoquemos al creer que su historia está por terminar, si tenemos en cuenta que, es evidente, ese escriba andaba errado. Además, decíamos que los códigos audiovisuales se perciben todavía como el enemigo del ejercicio literario: quizás la revalorización de estos canales nuevos sea una cuestión de tiempo (tal como comenta Jorge Carrión en su obra titulada Teleshakespeare) y acaben convirtiéndose en productos culturales y/o artísticos igual de válidos que los libros.
En cualquier caso, es cierto que la crisis económica ha acentuado los problemas que ya de por si afrontaba el sector literario, en el que se incluyen escritores, agentes, editores y, por supuesto, los lectores. Dejando de lado la dicotomía formada por el libro-papel y el libro-digital (en lo que a gustos se refiere), el alto riesgo económico que supone la publicación de una obra ha afectado directamente tantos a productores como a consumidores. A los primeros, por el alto coste del proceso y la dificultad que conlleva recuperar la inversión o, sin ir más lejos, obtener algún beneficio. A los segundos, y como consecuencia de lo que acabamos de decir, los altos precios de los libros impresos. Resumiendo: si al hecho (constatable) de que se lee menos le añadimos, además, que leer puede salir muy caro, nos encontramos ante un panorama desolador. Podría parecer que hemos llegado a un desierto cuyas dunas ocultan el horizonte y, sin embargo, los seres humanos evolucionan siempre y cuando aparezca de entre las sombras la necesidad.
En este contexto, pues, han aparecido alternativas que pueden ser vitales para la supervivencia de los libros y, en consecuencia, también de los escritores y lectores. En el caso de los autores, las posibilidades de publicar su obra original eran muy remotas, al menos durante el siglo XX y gran parte de los que llevamos del siglo XXI; efectivamente, o bien un editor decidía apostar por ti, o tal vez un “padrino” pudiera asumir el coste de la operación. En ambos casos hablamos de un gran riesgo, que en tiempos de bonanza es más fácil de tomar. En cambio, en una época en la que la economía zozobra, la probabilidad de que tal cosa ocurra se reduce, si cabe, aún más. De este modo, y como alternativa a la edición tradicional, ha surgido el fenómeno de la autoedición, que a día de hoy se mantiene con fuerza y, parece, ampliará sus dominios en el futuro. A grandes rasgos, este nuevo recurso editorial se fundamenta en la figura del autor, quien asume los gastos, corrige él mismo el texto o, por ejemplo, decide el tipo de encuadernación. Se trata de una especie de self-service en el que se eliminan los intermediarios, y el diálogo entre escritor y lector es más directo que nunca. Además, el propio autor puede llegar a encargarse de la distribución y publicidad, si bien es cierto que actualmente muchas editoriales e imprentas han empezado a ofrecer este tipo de servicios. Un ejemplo de esto último sería la editorial Éride o ediciones Ende, aunque a decir verdad podrían enumerarse muchas otras.
En resumidas cuentas, ante la imposibilidad de acceder a una editorial de más o menos renombre que asuma los gastos del proceso, los escritores han decidido ser sus propios editores. Como respuesta a este fenómeno, algunos editores afirman que la autoedición es en realidad la consecuencia de un fracaso previo, en el que el autor no ha logrado satisfacer las expectativas de los libreros tradicionales. No obstante, los propios editores declaran que los recortes en personal han producido un colapso considerable en lo que se refiere a la recepción de manuscritos originales, lo que supone al mismo tiempo que los escritores opten cada vez más por la autoedición. Tal vez, razón de más para apostar por ésta última.
Llegados a este punto, y si los autores han encontrado su propio camino para seguir escribiendo y publicando, las librerías se han adaptado también a los nuevos tiempos y han buscado soluciones antes de sucumbir ante la inminente desgracia. Bajo estas circunstancias, han irrumpido en la ciudad de Barcelona establecimientos que ofrecen la posibilidad de adquirir las obras de estos escritores autónomos o de editoriales con escasa notoriedad. Merece mención especial la llamada Espai Literari (espacio literario), ubicada en la calle Ramón y Cajal del barrio de Gracia donde, por cierto, uno puede encontrar otras librerías con características similares. No obstante, la librería en cuestión está especialmente enfocada a la venta de obras autoeditadas; como muestra, el eslogan que ostenta su rótulo: “editoriales pequeñas y autores por descubrir”. Hablamos de una librería de dimensiones reducidas, en la que uno puede encontrar libros de estas características y donde, a pesar de todo, se puede acudir a talleres de lectura y escritura, conferencias o presentaciones de obras nuevas que, por supuesto, cumplen con los requisitos ya expuestos. Los lectores obtienen a través de este tipo de comercios el acceso a ese movimiento que va asentándose con el paso el tiempo y, de hecho, no es ese el único camino que pueden seguir.
Efectivamente, ha surgido otro modelo de librería que se ajusta a las necesidades de los lectores afectados por la crisis económica. Nos referimos en este caso a librerías que acogen en su seno libros de segunda mano a precios muy asequibles, con el añadido de un encanto especial que se explica precisamente por la antigüedad de las obras. En este contexto, destaca Re-read, ubicada en el Paseo San Juan también de Barcelona. Se trata al fin y al cabo de una librería tradicional, iluminada por una luz tenue, cubierto el suelo por un parqué pálido, las estanterías pintadas de un color blanco que transmiten la tranquilidad necesaria para hojear los libros a tu antojo. Por supuesto, uno puede encontrar géneros y secciones de toda clase, desde narrativa clásica española a cocina, pasando por poesía, teatro, psicología y autoayuda o novela policíaca, además de libros en francés, catalán e inglés. No obstante, se diferencia de otras librerías por sus precios, que son consecuencia de la proveniencia de las obras: todos los libros expuestos cuestan dos euros, y han pertenecido antes a alguien que ha decidido venderlos por veinte céntimos. Así funciona Re-read, así otras librerías de la calle Aribau y muchas más extendidas por el territorio español: la compra-venda como recurso de supervivencia.
Quizás la conclusión que uno puede extraer de todo ello es que el libro no ha muerto, si bien es cierto que se ha visto obligado a adaptarse a lo que exigen los tiempos que corren. La verdad es que ha llovido mucho desde lo de Gutenberg, y sin embargo el hombre sigue sintiendo ese mismo vértigo ante el progreso, ese mismo miedo al avance tecnológico y a la pérdida de unos valores bajo su yugo. No obstante, parece que a estas alturas tanto escritores como lectores empiezan a encontrar su lugar entre el intenso oleaje, aunque entre las olas sobrevivan todavía los escépticos, quizás ya no por mucho tiempo. En todo caso, si el inventor alemán despertara, seguramente no acabaría de creerse que su invento aún perdura.
Y es que ya saben lo que dicen: renovarse o morir.
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