Sinaia, un monasterio y un palacio
Por José Luis Muñoz , 29 octubre, 2016
Llueve cuando Ulises sale de Bucarest con otro Skoda blanco que ha alquilado en la oficina de la Hertz del Hotel Intercontinental. Doble fidelidad a la marca y a la agencia. En un mes esa agua que cae será nieve. Deja la ciudad atrás y rueda por una autopista nueva de firme impecable, que, en noventa kilómetros, no tiene una sola estación de servicio, pero por suerte le han alquilado el coche con el depósito lleno. Navega luego por otra carretera dejando la llanura rumana atrás y le sorprende, mientras asciende y se dibujan entre la niebla y la lluvia montañas cubiertas por bosques ocres por el otoño, el tráfico excesivo de coches y camiones por unas vías que él considera secundarias.
Cruza pueblos, que no son tan misérrimos como los búlgaros que tuvo ocasión de ver en su viaje en tren entre las dos capitales, pero adelanta de cuando en cuando carros tirados por caballos que circulan por el asfalto, montaña arriba, de campesinos que no tienen dinero para comprarse un tractor.
Sinaia, de Monte Sinaí, es una población mediana y turística de montaña con un buen número de hoteles de varias plantas que se alzan en las laderas a una altura de 750 metros sobre el nivel del mar. Una indicación le lleva al monasterio de Sinaia, uno de los más espectaculares y bellos del país, que da nombre al pueblo que creció a su alrededor. Deja el coche, y, aunque ya no llueve, el frío ha arreciado, lo que le obliga a abrigarse. Se nota que está en la montaña. Compra una entrada al cancerbero que hay en la puerta y entra en el monasterio de tres cúpulas, planta cuadrada, paredes rayadas en color salmón y parte superior en ladrillo. Al contrario de otros monasterios ortodoxos, el de Sinaia no tiene murales en su nártex de cuatro columnas de alabastro que antecede a una puerta del mismo material cuyo arco es una filigrana de piedra. El iconostasio es de madera y el número de iconos que aparecen a uno y otro lado de la puerta del santuario es moderado: doce. Un reducido número de frescos de ángeles custodios decoran las paredes. El monasterio es bonito, pero no es lo que se esperaba, pero el entorno, eso sí, es espectacular, y el día lluvioso y desapacible ayuda.
Llovizna cuando sale. Hay una dependencia aneja al monasterio central y Ulises investiga. Su curiosidad tiene recompensa. Un claustro cuadrangular, que alberga las celdas para los visitantes que quieran quedarse y las de los popes del monasterio, encalado de blanco, rodea a una diminuta iglesia, la de la Ascensión de la Virgen María, la genuina del recinto monacal, construida entre los años 1690 y 1695 por el noble Mihail Cantacuzino, de peregrinaje a Tierra Santa y que pasó por la zona. La iglesia es del viejo estilo valaco, el llamado brancoveanu, de fachada blanqueada, tejado de pizarra a cuatro aguas y una única cúpula lucernario rematada por una cruz dorada. Su nártex cuadrado y flanqueado por ocho columnas, que aguantan siete arcos de medio punto, está decorado con extraordinarios frescos de Parvu Matu, el gran maestro de los pintores de iconos rumanos. Unas pinturas secuenciales y dispuestas en tres círculos, que rodean un curioso Pantocrátor de un Jesús sin barba, y parece el tablero de un juego de mesa, decora la bóveda. Los iconos de la parte central son de una ejecución exquisita, y otro sinfín de iconos sobrevuela la puerta de entrada de la iglesia e incluso decoran los arcos.
El interior es peculiar, de planta de cruz latina, algo muy atípico en Rumanía, y con ábsides rectangulares. La iglesia mide 15 metros de largo, 6 de ancho y 15 de alto. Los muros tienen una anchura de un metro y la disposición de los frescos sobre ella es perfecta, adaptándose a las irregularidades de las paredes, sin dejar un solo resquicio sin pintar. En el iconostasio hay un relicario que es un altorrelieve de plata que representa a la virgen con el niño Jesús; otro es un Jesús adulto. Ulises disfruta del placer solitario que le depara esa iglesia, toma asiento en la única silla dispuesta para los admiradores de tal obra de arte y permanece unos minutos en silencio, en recogimiento, en esa pequeña capilla Sixtina del arte bizantino. Nunca tanta belleza en tan poco espacio.
Lo que va a ver a continuación es sencillamente lo opuesto de ese hermoso monasterio, y no porque no resplandezca en él la belleza y el arte. El castillo de Peles está muy cerca, así es que no mueve el coche. Un camino empedrado y cubierto de hojarasca le lleva a través de un tupido hayedo cruzado por un torrente hacia esa bellísima edificación que sirvió de residencia veraniega a los monarcas rumanos desde que Carol I de Rumanía, de ascendencia germana, encargó al arquitecto Karel Liman su construcción entre 1873 y 1914. El castillo, en lo alto de una suave colina cubierta de hierba, con bosques alrededor, uno de los monumentos más importantes de la Europa del siglo XIX, está rodeado por un gran jardín versallesco colmado de estatuas (las de Carol I y su esposa Isabel de Wied ocupan un lugar preminente) y fuentes que hablan de la magnificencia que el visitante va a encontrar en su interior.
Las tres plantas de esa residencia real, con más de un centenar de habitaciones primorosamente amuebladas a las que no les falta un detalle por mínimo que sea, son el compendio del lujo y la desmesura y mezclan el estilo versallesco con el rococó y el renacentista. La entrada, un salón gigantesco construido con paneles de madera de nogal y decorado con esculturas y relieves, tiene un techo de cristal abatible para que los monarcas pudieran disfrutar del cielo estrellado en las noches de estío. Alfombras, tapices, cuadros de valor incalculable (hay unas cuantas obras de Gustav Klimt, que, además, decoró el salón de música y el teatro del palacio; Ulises juraría que ve un Rubens, que si no es del pintor flamenco ha salido, sin duda, de su taller) cubren las paredes; artesonados historiados de madera cubren sus techos; y cortinas majestuosas enmarcan ventanas y puertas que salen a las siete terrazas que tiene el palacio. Hay habitaciones chinas, españolas, árabes, salas de lectura (los monarcas rumanos eran muy leídos), salas de música, vestidores, salas de desayuno, dormitorios con camas con baldaquino. Hay relojes y bandejas de oro y plata, toda clase de joyas, chimeneas de porcelana, muebles de mármol de Carrara… Incapaz de asimilar tal cúmulo de riqueza, y tanta belleza, Ulises busca el apoyo de una de las paredes para no derrumbarse víctima del síndrome de Stendhal. La recargada decoración del palacio, la elegante y larga escalinata que comunica la planta baja con la primera, las esculturas de seres míticos que aparecen por doquier, le trasladan a Ulises a la exquisitez del rey Luis II de Baviera, el Rey Loco, loco por amar el arte y odiar la guerra. Peles es un pequeño Neuchswastein y ese lujo desorbitado e inasimilable, que los propios habitantes regios del castillo no podrían saborear, esa acumulación de riqueza que ve allí es la enfermedad del capitalismo. Siempre se pregunta Ulises para qué querrían acumular tantísimas cosas de valor si al fin y al cabo eran mortales como el resto de los humanos. Patrimonio, terrible palabra. ¿Hacen falta 130 habitaciones, o las más de mil que tenía el palacio de Versalles? ¿Para qué esa paranoia de ostentación? Por otra parte, y eso es así, la humanidad tiene que agradecer a esos enloquecidos monarcas absolutistas, o a esa Iglesia que, muerto Cristo y San Pedro, dejó de practicar la pobreza, las miles de obras de arte que promovieron. Sin los papas, sin los reyes, sin la nobleza despilfarradora que detesta Ulises, ni Miguel Ángel, ni Leonardo da Vinci, ni Velázquez, ni El Greco, ni Caravaggio ni tantísimos otros artistas universales habrían existido. Paradójicamente esos odiosos capitalistas aristocráticos, que no sabían lo que tenían, ahogados en propiedades que iban adquiriendo, para los que siempre deseó Ulises la guillotina, eran los que más habían hecho por el arte y las letras, así es que Ulises vive en esa contradicción, de aborrecer a esa iglesia usurera que se alejó de la doctrina de Cristo pero que ha dejado miles de catedrales por las ciudades de medio mundo, o a esos enloquecidos monarcas que derrocharon las fortunas de sus países en adquirir miles de obras de arte de valor incalculable para adornar sus residencias mastodónticas, y de agradecerles el legado artístico que dejaron a su pesar.
Conmocionado por el palacio castillo de Peles, busca un restaurante con encanto por los alrededores y pide una sopa gulasch, una cerveza Ursus y un strudel con crema de vainilla. Podía pedir pavo real relleno de codornices y bañado en salsa de frambuesas, pero se contiene. En el altillo de ese restaurante, que ha escogido al azar, hay dos parejas que se hacen arrumacos en sendos sofás. Cuando una chica delgada y morena, que está en compañía de un tipo grandote con el cráneo rasurado, le pide que les haga una foto con su cámara digital, Ulises, automáticamente responde en castellano mientras se alza de la mesa para fotografiar a los dos amantes. La rumana, que vive en España, le habla entonces en su idioma, sin acento, y le pregunta por su procedencia. Cuando alguien le pregunta de donde es, tarda bastante en responder Ulises, que se considera catalán, barcelonés de Gracia, pero sin renunciar a sus raíces mesetarias, pero también aranés, más aranés ahora que ve por las ventanas de ese restaurante ese bosque otoñal, el balanceo de sus ramas y el baile de sus hojas cayendo sobre el camino empedrado del castillo que le hacen volar al Valle.
Baja a media tarde cruzando ese bosque mágico, cuando muchos de los vendedores que tenían sus puestos de artesanía abiertos en esa vereda ya han cerrado. Disfruta del paisaje de ese bosque civilizado que ha sido testigo de hechos históricos y por el que Carol I se paseaba. Pone en marcha su Skoda, activa las escobillas del limpiaparabrisas para sacar la ligera llovizna que cae y decide pernoctar en algún hotel de Sinaia. Busca uno pequeño, con vistas al valle y al rio Prahova, balcón de madera en la habitación y buena calefacción. Lee, escribe y mira las fotos que ha hecho durante la jornada. Se mete luego bajo el edredón nórdico que encuentra en todos esos hoteles desde que ha salido de viaje y así se evitan las camareras hacer las camas.
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