Sobre la servidumbre
Por Ignacio González Barbero , 3 mayo, 2014
Por Ignacio G. Barbero.
Hay un bello pasaje del Zhuangzi, texto clásico del pensamiento taoísta, en el que se describe la naturaleza del caballo. Con la proverbial sencillez, cargada de hondura, que caracteriza la sabiduría china, son expuestas sus cualidades más propias, aquellas que le identifican entre la casi ilimitada variedad de seres vivos: tiene pezuñas para correr por el hielo y pelo para protegerse de la nieve y el frío; se alimenta de hierba, bebe agua, mueve la cola y galopa. Su lugar no es una gran morada ni tampoco participar en ampulosas ceremonias, sino las grandes praderas. Esta definición, clara y concisa, es fruto de la mera observación de su comportamiento en su hábitat natural. No están presentes intereses humanos que puedan instrumentalizar la vida del caballo y conviertan a éste en un medio para obtener fines ajenos a los propios de su especie.
Inmediatamente después de esta descripción, un famoso domador aparece en el relato alardeando de sus virtudes domesticadoras. Coge a varios caballos salvajes, los esquila, les pone herraduras y los marca. Les coloca estribos, sillas de montar y los numera distribuyéndolos en establos. Las consecuencias no se hacen esperar: dos o tres de cada diez pierden la vida. Tras ello, a los supervivientes les hace trotar y cabalgar, les enseña a correr en formación, con la brida en la vanguardia y el látigo en la retaguardia, hasta que mueren más de la mitad.
La relación meramente instrumental que establece el ser humano con el caballo, y las terribles consecuencias que esta acarrea para el bienestar del rocín, sirve en este escrito como analogía del trato que se le dispensa a los hombres y mujeres en sociedad, pues los seres humanos también poseen una serie de tendencias naturales (cosechar y alimentarse, vestirse, etc.) que el gobierno manipula y aliena a su antojo. Éste, mediante la violencia tanto física como ideológica, somete a los gobernados y gobernadas con la intención de mantener y legitimar su poder. «Cada época abusa», afirma -y concluye- esta reflexión: abusan los poderes políticos de sus súbditos y todos los seres humanos, en tanto que tales, de «sus» animales. Las jerarquías, sean sociales o morales, persisten, y la domesticación en base a ellas no tiene fin.
Etienne de la Boétie (1530-1563), de inteligencia precoz, redactó el intenso manifiesto titulado “Discurso sobre la servidumbre voluntaria” con apenas veinte años. En él, con preclara racionalidad, analiza la dominación de los pueblos por parte de los tiranos (y los gobiernos en general), bajo cuyos mandatos no se da ni es posible ninguna libertad real. Y propone un descriptivo paralelismo con el estado de los animales, los cuales están sometidos al constante yugo humano; una comparación que evoca la propuesta por el Zhuangzi, muy lejana en el tiempo y la tradición filosófica, pero muy cercana en el mensaje. La reflexión que ofrecemos a continuación puede leerse, por tanto, desde dos perspectivas plenamente complementarias: la política y, por otro lado, la que se preocupa del bienestar de los animales no humanos. En cualquier caso, se está hablando, sin atender a la especie de ser vivo, de la injusta explotación de unos individuos por otros, del condicionamiento interesado y antinatural y de la triste pérdida de la autonomía y la libertad. Temas que son relevantes hoy y lo han sido -y serán- siempre:
“Al no estar tan sordos los hombres, oirían que los animales por todas partes les gritan «Viva la libertad». Muchos de ellos mueren al punto que son cogidos; como el pez que pierde la vida tan pronto le falta el agua, asimismo los hay que perecen apenas sienten la oscuridad de su cautiverio y no quieren sobrevivir a la pérdida de su natural libertad. Al tener los irracionales preeminencias y categorías, seguramente que en el goce de mayor libertad fundaran su primer título de nobleza. Una gran parte de ellos, grandes como pequeños, si quieren cogerlos, se resisten en cuanto alcanzan sus fuerzas, valiéndose de las uñas, cuernos, picos y patas para manifestar cuán cara le es su independencia amenazada. Y cuando están ya cogidos, ¿qué señales tan evidentes no nos dan del dolor que sienten por sus desgracias? Ni los halagos ni la buena comida ni cuantas ventajas pueden seducir al hombre son capaces de indemnizar a una simple avecilla de la pérdida de su amada libertad, cuyo lenguaje mudo pero elocuente, bien nos da a entender que prefiere antes la muerte que vivir oprimida; y que a partir de ahora más que vivir languidece mientras existe, continuamente se lamenta del bien que ha perdido, nunca se complace en la esclavitud.
¿Y qué otra cosa nos indica el elefante cuando viéndose próximo a ser presa del cazador, después de haberse defendido hasta más no poder, mete sus quijadas en el tronco de un árbol y arranca sus colmillos como para negociar con sus perseguidores y comprarles en cierto modo su libertad al precio del marfil que les cede a toda costa? Tenemos que domar el caballo desde que nace para acostumbrarle a estar subyugado; y por más que le acariciemos, siempre muerde el freno y se resiste a la espuela para manifestarnos en algún modo que su naturaleza repugna la esclavitud, y que si la sufre no es de su agrado, sino por el dominio que en él ejerce nuestra violencia. Cuan cierto es:
Que hasta los bueyes gimen bajo el yugo, y los pájaros se lamentan en la jaula”
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