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Sobre nuestras creencias políticas.

Por Carlos Almira , 21 mayo, 2016

Para muchas personas la creencia en la bondad o en la maldad intrínseca de una determinada opción política (la «izquierda», la «derecha»), es algo tan cierto e incontrovertible como la creencia en el mundo físico, cotidiano, donde viven. Por ejemplo, muchos españoles están tan firmemente convencidos de que todos los políticos del Partido Popular son corruptos, o de que todos los candidatos y líderes de Podemos desean un régimen comunista o la «revolución bolivariana», como de que, si abren la puerta de la calle, encontrarán el descansillo de su escalera, el ascensor, y si bajan al portal, verán la acera y los coches como siempre. Esto quiere decir que, si dudasen por un momento de la verdad de esas creencias políticas, toda su confianza ingenua y heredada en el mundo en que viven desde hace muchos años, se vendría abajo. Por eso, por más argumentos y pruebas en contrario que se les den (que se nos den, pues yo no soy mejor que ellos), por más nombres de políticos honrados de la derecha y la izquierda en España que se les suministren, por más líderes y simpatizantes de Podemos sinceros partidarios de la democracia que se les citen, con pruebas incluidas, esas personas no cambiarán sus creencias políticas, no al menos fácilmente.

Decía Ortega que las personas tenemos ideas, pero somos parte de nuestras creencias. Nuestras creencias nos poseen, como otras tantas realidades que nos vienen impuestas, sin opción; como nos posee nuestro cuerpo, cuando está sano y no pensamos ni por un instante en él, como si no tuviéramos cuerpo. Sólo cuando se introduce por la Razón que sea, en nuestra vida cotidiana hecha de rutinas, creencias invisibles, y toda clase de cosas materiales e inmateriales, heredadas como nuestro mundo incontrovertible, sólo cuando se introduce en ella el dolor o la duda, nuestra realidad se tambalea, perdemos pie en ella, y de pronto, tenemos la gran oportunidad de hacernos dueños de nosotros mismos. Entonces, como decía Ortega, nuestro cuerpo se nos vuelve consciente (porque nos duele); nuestras creencias, hechas visibles y extrañas de pronto por el virus de la duda, se convierten en ideas. Y entonces ocurre el milagro de la posibilidad de la Razón y la libertad.

Por supuesto, las creencias, como las ideas, pueden ser verdaderas o falsas. Mi creencia infantil en los Reyes Magos, desgraciadamente, se me reveló falsa un día; pero seguramente mi creencia en el rellano de mi escalera y en mi calle, eso espero, no se me demostrará falsa nunca. Del mismo modo, mis ideas políticas, por muy ideas que sean, pueden estar completamente descaminadas o bien, demostrarse certeras con el paso del tiempo. Lo que nunca serán mis creencias son mías, en el sentido de que yo sea su dueño consciente y pueda cambiarlas sin sufrir la duda, la crisis, el paso a las ideas. Cuando una creencia es puesta en cuarentena conscientemente, por la razón que sea, esté o no equivocada, se convierte ipso facto en una idea. Por ejemplo, si yo dudara por un momento que todos los políticos del PP son corruptos (si yo me planteara siquiera la posibilidad de esta duda), o que todos los líderes de Podemos son stalinistas en potencia, estas creencias, justificadas o no, dejarían inmediatamente de serlo para convertirse en ideas, es decir, en algo que yo puedo pensar y examinar libremente, pero en lo que ya no puedo vivir.ortega

La inversa también es posible: yo puedo tener una idea y, heredada ésta sin crítica, y casi sin conciencia, por mis contemporáneos o mis sucesores, convertirse andando el tiempo en una creencia tan firme como las demás. Hay ejemplos resonantes en la Historia y en la Teoría Política y Económica. Así, cuando Adam Smith defendía y razonaba con bastante lucidez, sobre la división del trabajo y el libre mercado como un sistema bueno, que redunda en bien de las libertades individuales, estaba exponiendo un conjunto, un sistema de ideas, que después podría revelarse como verdadero o falso, total o parcialmente criticable, etcétera. Del mismo modo, cuando Carlos Marx explicaba el mecanismo de explotación del trabajo a través de la plusvalía, estaba desarrollando un concepto económico y político, que después el tiempo y la crítica demostraría ajustado o descaminado, como verdad. Sin embargo, cuando alguien alude al mercado libre como algo natural y bueno, o a la lucha de clases como algo fuera de toda cuestión, y se lo representa tan incuestionable como su mundo físico cotidiano, o cuando ni siquiera alude a ello, sino que vive en ello, como el niño podía vivir en su creencia ingenua en los Reyes Magos, entonces ya no es dueño de estas ideas, equivocadas o no, sino que vive, está por así decirlo, prisionero, en una creencia, donde no dejará, si puede, entrar la más leve crítica ni la duda.

Todo esto es muy humano. Pero del mismo modo que no se puede vivir el día a día dudándolo todo (ni siquiera el filósofo más auténtico y empecinado podría), es decir, no se puede renunciar a tener creencias; tampoco se puede renunciar, creo yo, a revisarlas y a convertirlas, siquiera de vez en cuando, en ideas; esto es, en dudas mejor o peor fundadas, en pensamientos nuestros. No se puede, sin renunciar con ello a una parte importante de lo que nos hace humanos, y no meros autómatas: la Razón (siempre limitada, pero preciosa) y la libertad (ídem de ídem).

Si en lo anterior hay algo de verdad, invito a todos (y me lo exijo a mi mismo) a revisar, al menos, una parte de nuestras creencias políticas, antes de las elecciones. Y de paso, a revisar también la «Lógica» que utilizamos a menudo, según la cual, si algo existe es porque es inevitable, y por lo tanto, es absurdo oponerse a ello; y si no existe, es porque es imposible, y por lo tanto, es inútil desearlo; y puesto que no puedo cambiarlo todo, no puedo cambiar nada; y qué más da si los que mandan hoy me roban, si quienes quieren sustituirlos también me robarán mañana, y un largo etcétera. Todas ellas, son argumentaciones claramente defectuosas. Acaso porque el no revisar nunca nuestra creencias, acaba por esclerotizar nuestra capacidad de pensarlas, mejor o peor, pero pensarlas al menos, como nuestras ideas políticas.

Suerte y al toro.


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