¿Sueñan los lectores con ovejas eléctricas?
Por Emilio Calle , 15 julio, 2014
Cuando hace algunos años, tanto la industria cinematográfica como la musical se dedicaban a bombardear nuestros maltrechos bolsillos con novedades progresivamente más fascinantes y más caras (cinta de vídeo, CD, DVD, Laser Disc, BlueRay…), una revolución nada silenciosa iba cobrando vida, y su fuerza se ha mostrado de tal calado que ha fulminado todos los esquemas. Las bajadas de películas (si ilegales o no, no es el tema), junto a medidas tan rastreras y demenciales como la tomada en nuestro país para disparatar los precios de cualquier cosa que sea o que tan sólo se parezca a la cultura, han provocado una caída abisal de los espectadores y ha hundido la venta de films originales. El mp3 y descendencia, por su parte, dejaron al descubierto la hipocresía de un negocio cuyo único objetivo era ganar dinero sin importar qué hubiera que hacer para ello, y ahora despotrican contra los usuarios, y maldicen las legislaciones que no suman restricciones, y lloran como plañideras anunciando que el cine y la música han desaparecido.
El problema es que sus mentiras se desmienten por sí solas.
El cantante Prince ya lo dijo hace tiempo (y fue uno de los primeros en quitar por voluntad propia su música de los canales de distribución normales, y regaló sus nuevos discos junto a las tiradas de algunos periódicos, y ahora su obra sólo se puede conocer y adquirir a través de la red): “ha llegado la hora de la música real, interpretada por músicos reales”. Con ello dejaba claro que a partir de esa quiebra en la industria, cada cual debería defender sus propuestas en el escenario y no en un videoclip, que los compositores se habían librado del centenar de intermediarios que se llevaban su parte por servir de estorbos y ganar su dinero en vez de repartirlo en fracciones de codicia ajena, y que sería en Internet (como de hecho ya es) donde todo el mundo podría “colgar” su música y que fuera el oyente quien pudiera regirse por sus gustos personales, sin tener que estar dependiendo de lista alguna de principales para conocer las verdaderas novedades. Dudo mucho que cualquier melómano no esté nadando en la dicha de poder acceder a géneros, grupos desconocidos u obras míticas que no había forma humana de conseguir. Curiosamente, mientras se atragantan con sus quejas, resulta que el vinilo ha renacido. Y en cuanto al cine, más de lo mismo. Los hay que se desgarran las vestiduras (y eso que no hay ni un solo año donde no se vuelvan a batir los récords de películas más taquilleras), como si la mayoría de espectadores fueran unos desalmados que no quieren otra cosa que hundir la industria. Pero se olvidan que ni siquiera hay métodos precisos de saber el número exacto de bajadas de miles de films. Si, por ejemplo, un millón de personas se descarga una película del montón, ninguna maravilla, ¿cómo debemos interpretar la cifra? ¿Hablamos de un millón de posibles espectadores con ganas de ver cine o de un numeroso grupo de gente que se entretiene en abarrotar su disco duro de títulos sólo para molestar? Es cierto que los autores (los verdaderos autores, los que se dejan el alma en el empeño de crear) ven desgarrados sus derechos, crimen este de muy oscuras consecuencias. Pero hasta que no se entienda la legítima necesidad de poder acceder a lo que uno busca, que la cultura nunca debe ser un lujo ni un dispendio y que tiene que ser accesible incluso para el bolsillo del más pobre, hasta que no se permita a los creadores gestionar su obra casi de manera personal con el interesado, seguiremos asistiendo a esta irritante farsa. Negar que ahora la gente ve más cine y escucha más música que nunca rebasa los límites del disparate. El mundo está cambiando, y las grandes corporaciones no se adaptan. Simplemente buscan la forma de rapiñar antes de que el barco se hunda.
¿Ocurrirá lo mismo con los libros, como muchos augurios apuntan?
¿Acabará el libro electrónico con el papel impreso?
En esa guerra aún por dirimir, ha estallado una batalla que de nuevo coloca al usuario al margen de la acción, no es más que una víctima colateral. La todopoderosa Amazon (a la cabeza del formato electrónico en Occidente) busca imponer una serie de reglas nuevas al juego que ha provocado la furia de varias de las editoriales más prestigiosas del mundo, que las consideran fuera de cualquier órbita decente. Un ejemplo que ilustra perfectamente esta maniobra acaparadora es que pretenden embolsarse un porcentaje del dinero que genere cualquier libro sólo con el hecho de que alguien haga clic en el ejemplar que quiere comprar. Apretar el botón del ratón costará dinero, que ellos se guardan en sus insaciables alcancías. En su calidad de monopsonio (que al contrario del monopolio está más interesado en lo que el vendedor compra y no en lo que vende) están mordiendo márgenes de todo lo imaginable. Pero todavía quieren más. Las editoriales, que ahora, como lo somos también los lectores, se sienten rehenes, están librando un combate de cuyo desenlace dependerá en buena medida el futuro del libro electrónico. Amazon no proporciona ningún dato sobre el número de Kindles ni sobre el porcentaje que los libros representan en sus ventas totales. Pueden ampararse en el secretismo, con la connivencia de las autoridades, y así manejar a su antojo sus cuentas. Y con tanto poder no parece descabellado aventurar que el libro electrónico irá acumulando todos los defectos que ya corrompieron la industria de la música y de los formatos visuales. Porque algo no se puede negar: es inevitable que entrará en nuestras vidas, que ya no medimos en latidos, sino en la cantidad de pantallas que necesitamos para conectar con nuestro entorno, hasta el más íntimo. Pero la cultura seguirá siendo cara y discriminatoria. Y volverán a acusarnos de piratas cuando intentemos leer aquello que no nos podemos permitir.
Aunque, y al igual que pasa con el aroma del vinilo, no importan los eones de tiempo que pasen. Siempre habrá alguien que tenga un libro real en la mano, que escuche ese sonido único que se produce al pasar de una página a la siguiente, ese eco que no es más que el reclamo de lo imprevisible.
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