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¿Tenemos la obligación moral de obedecer las Leyes?

Por Carlos Almira , 6 noviembre, 2015

La mayoría del parlamento Catalán quiere romper con la legalidad del Estado español, e iniciar el proceso de independencia de Cataluña, siguiendo los modelos históricos clásicos (la declaración de Independencia de los EE.UU. de América, o la formación de la Asamblea Constituyente durante la Revolución Francesa de 1789). Esta ruptura aparece como un acto de rebelión política y civil, cuando no como un “Golpe de estado civil”, inadmisible para quienes defienden una opción política distinta e incompatible con la vía de la Independencia de Cataluña.
Ahora bien. Aunque el resultado en este caso, a diferencia de los modelos históricos apuntados, cabe pensarlo así, no va a ser el perseguido por sus promotores, (fundamentalmente por razones de fuerza), uno puede preguntarse si este acto es condenable moralmente; o si, por el contrario, se trata más bien de un conflicto estrictamente político, en el que las Leyes, el Derecho, son un instrumento más en la lucha entre las distintas posiciones enfrentadas.
En una palabra: ¿es inmoral la actuación de las instituciones, los partidos y las autoridades y ciudadanos catalanes que quieren romper con el Estado español mediante la desobediencia de las leyes vigentes en ese territorio, hoy por hoy español, en pro de la apertura de un proceso constituyente catalán? ¿O sólo es ilegal? ¿Es un acto que atenta contra el valor ético universal de la Justicia Humana, o solo es una iniciativa contraria a un determinado cuerpo normativo, no ético, de un Estado y de una situación histórica determinada?
¿Es una obligación moral obedecer la Constitución de 1978? Supongamos que, por las circunstancias que sea, el imperativo de la ley choca con el imperativo de mi conciencia. ¿A cuál de los dos debo obedecer, y por qué? Dad al César lo que es del César. ¿Pero qué es del César y que es de Dios? ¿Qué pertenece al Estado (incluso al Estado democrático de Derecho, de que tanto se habla en estos días, a la russoniana Voluntad General), y qué a mi conciencia y, por ende, a la Humanidad en que consiste mi capacidad deliberativa autónoma y libre?constitucional
Otra cuestión muy distinta, y que debe analizarse cuidadosamente, pero en un plano diferente, en mi opinión, es la lucha política, y la utilización ideológica del Derecho en ella (máxime cuando, al tratarse de una divergencia de principios, es muy difícil, si no francamente imposible, el acuerdo entre las partes). ¿Hay partes? Acaso podría aplicarse aquí el aforismo de Foucault: “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. La razón de cada uno de los bandos conlleva (entiéndase esto en un sentido metafórico) la aniquilación del otro.
En esta lucha, por supuesto, puede también entrar la moral, en el sentido instrumental e ideológico, pues el otro no sólo es incompatible conmigo, sino intrínsecamente malo y perverso; se ha pervertido; no sólo está equivocado sino que ha sufrido una deformación, por ceguera, por fanatismo, en lo más valioso de su humanidad. Pero claro está, hablar en estos términos de moral y aún de Ética, como cuando sale a colación el tema de la deslealtad al Estado (la vieja felonía contra el soberano), es seguir hablando de política. Así entendida, la moral es también la continuación de la política (y, por ende, de la misma guerra) por otros medios. ¿No?
No obstante, ¿no es más censurable moralmente el cobro del tres por ciento que la declaración unilateral de independencia? ¿No compete más a la conciencia, aunque en un momento determinado, triste, de nuestra historia reciente, haya sido perfectamente compatible y encajable dentro de las formas legales, los chanchullos, los equilibrios, los apoyos, en una palabra, el funcionamiento de facto (que siempre es algo político, por más que se recubra de Derecho) del Estado, desde la muerte del general Franco?
¿No ha sido, por más que a veces chirriara en la prensa y en algunas instituciones, perfectamente asumible por el Estado articulado por esa misma Constitución de 1978, el que dos, tres generaciones de catalanes se formaran en la escuela y en el instituto en los valores y la identidad del independentismo catalán, mientras se podía cobrar impunemente el tres por ciento en toda la Generalitat, por ejemplo porque en Madrid se apuntalaban gobiernos e instituciones que hacían la vista gorda? ¿No era entonces el muy honorable Jordi Pujol un emblema, un modelo ético, un referente de la clase política española que había “traido” y permitido consolidar la democracia en nuestro país, y que ahora vive de nada, de dar lecciones de todo, incluso de moral, aunque sea entre abucheos estudiantiles?
Ay, pero esos niños crecieron y muchos de ellos ahora quieren la Independencia y se emocionan ante la estelada. El independentismo rupturista catalán también es una consecuencia de nuestra peculiar transición, un hijo “bastardo” inesperado de nuestro estado de las autonomías que ha empezado a dar puñetazos en la mesa. De aquellos polvos, estos lodos.
¿No se ha hecho visible el escándalo de los Pujol solo cuando el modelo, el maravilloso engranaje, ha dejado de funcionar, entre Madrid y Barcelona (en parte, por los propios problemas de corrupción estatal, en parte por los primeros balbuceos francos del independentismo catalán)? ¿No?
Ahora, en plena campaña electoral, se nos dice que la soberanía del pueblo español va a ser, si no está siendo ya, pisoteada. ¿Cómo puede pisotearse algo que nunca ha existido? Decía Karl Schmidt (que no es, por cierto, santo de mi devoción, pero las verdades también las puede encontrar a veces, el diablo), que soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción. Ningún pueblo, ninguna nación, ha sido, es, ni será nunca soberana, más allá del espantajo ideológico y propagandístico que sirve a quienes realmente deciden sobre el estado de excepción que es, que va siendo ya, nuestra vida.
Pues no. No tenemos la obligación moral de obedecer las Leyes.


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