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Terribles recuerdos de infancia: La imagen perdida, de Rithy Panh

Por Israel Paredes , 11 abril, 2014

Con La imagen perdida, el cineasta camboyano Rithy Panh ha realizado un documental sobre una búsqueda que funciona en varios niveles de discurso que abre nuevos caminos estéticos para el género.

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Desde el inicio de su carrera, tanto a través del documental como en sus ocasionales trabajos en el terreno de la ficción, el cineasta camboyano Rithy Panh ha dejado patente que considera el cine como un vehículo tanto de trabajo formal, siempre variando éste de una obra a otra, como de aproximación a asuntos relacionados con la historia de su país así como con su presente. Es decir, el cine como mecanismo de denuncia, de lucha contra el olvido. De dispositivo de memoria.

Salvo en sus tres incursiones en la ficción con La gente del arrozal (1994), Una noche después de la guerra (1998) y Un barrage contre le Pacifique (2008), Path ha trabajado esencialmente en el documental, atendiendo a la vida rural (La tiera de las almas errantes, La gente de Angkor), la situación del arte camboyano (Les artiste du théâtre brûlé) y la vida de las prostitutas en Camboya (El papel no puede envolver la brasa). Sin embargo, han sido sus documentales acerca del régimen de Pol Pot y los Jemeres Rojos el tema que más ha elaborado y por el que fue, en realidad, adquiriendo prestigio como cineasta gracias a obras como Bophana, una tragedia camboyana, Duch, le maître des forges de l’enfer y, sobre todo, con S21: La máquia roja de matar, auténtica obra maestra en la estala metodológica del Claude Lanzamann de Shoah. En los tres casos Panh ha trabajado la forma de manera diferente, aunque haya partido de un acercamiento directo al horror al poner en pantalla a los propios causantes del mismo. Pero de unas películas a otras ha introducido variaciones que evidencia que el cineasta es consciente de que nuevas formas de aproximación a un mismo tema implica una variación de la mirada hacia el mismo.

Con La imagen perdida, Panh ha logrado reinventarse como documentalista al proponer una película diferente, que desde su propia concepción implica por parte del espectador un posicionamiento dada la rareza, en apariencia, de la propuesta. El punto de partida es sencillo: una instantánea de una ejecución que los jemeres rojos realizaron de sus propios actos y que Panh nunca llegó a encontrar. Esa es la imagen perdida a la que hace referencia al título y el motor de arranque de una narración centrada en su búsqueda. A partir de ahí, el cineasta camboyano reconstruye un pasado basado en su propia memoria (su familia al completo fue ejecutada por el régimen de Pol Pot), apareciendo él mismo como personaje físico en el documental así como a través de la voz en off (aunque corresponde a su primera persona el texto es del escritor francés Christophe Bataille). Así, Panh se sitúa en una narración que documenta y contextualiza los sucesos acaecidos en Camboya entre 1975 y 1979, pero que también lleva a cabo un trabajo de cariz memorístico por parte del cineasta logrando de manera maestra que ambos aspectos confluyan.

Pero lo llamativo de La imagen perdida es la elección formal por parte de Panh, quien ha realizado un documental muy narrativo a través de figuras de arcilla ocasionalmente movidas a través del stop-motion, cuya imagen va acompañada por fragmentos de películas y grabaciones de archivo tan diversas como films de naturaleza propagandística de los jemeres rojos, obra ciertamente kitsch, videos musicales de canción popular y pop… En ciertos momentos, no se trata de un montaje de secuencias sino que esas imágenes de archivo se introducen dentro del encuadre y conviven con las figuras de arcillas, creando, en todo el conjunto, un collage documental de gran riesgo. Si en sus obras precedentes sobre el genocidio camboyano, Panh había apostado por un acercamiento frontal a modo de entrevistas con los torturadores (S21) o con el mismo director del centro S21 (Duch, le maître des forges de l’enfer), una metodología documental que enraíza sus trabajos con Lanzmann, en La imagen perdida ha buscado una nueva forma de acercamiento que, curiosamente, le emparenta con el Jean-Luc Godard de Histoire(s) du cinema, en su trabajo con el cine y sus posibilidades formales. Con esta apuesta, Panh de alguna manera, inconsciente posiblemente, rompe la famosa disputa entre Godard-Lanzmann, alentada por Didi-Huberman entre otros, al mostrar que todo acercamiento al horror es tan complicado como efectivo, necesario, que unas formas pueden ser más apropiadas que otras, pero que pueden convivir las unas con otras. La confianza de Panh en el cine como vehículo para la memoria se hace patente en La imagen perdida, porque además se alza como un magnífico trabajo metacinematográfico en el que la figura del director no es solo un personaje más de una historia terrible, sino que aparece también en calidad de cineasta, es decir, como aquel que, con capacidad para narrar algo y hacerlo de una manera concreta, asume su rol y apuesta por elaborar documentales que devienen testimonios necesarios contra el olvido. Porque La imagen perdida es el recuento de unos años terribles en los que los crímenes atroces de aquel genocidio conviven en la narración con otros elementos, como la política, la música, la familia o el cine, que conforman la memoria de un director que, por primera vez, asume el riesgo de situarse en el centro del infierno para narrarlo.

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