Thank you and goodbye, motharfuckaaa…
Por Adrián Magro de la Torre , 3 julio, 2014
- Californication, junto con su protagonista, Hank Moody, se despiden tras siete temporadas en antena, en las que el espectador ha podido asistir a las constantes idas y venidas sexuales de este famoso escritor.
Hank Moody/David Duchovny, protagonista de la serie Californication.
Sé que a algunos les podrá escocer, que me tacharán incluso de superfluo, de no tener ni puta idea, de mi pésimo gusto, de yo qué sé qué, pero la realidad es la que es, y Californication es y ha sido la mejor ficción de todas las que he disfrutado en estos últimos años. Y no exagero, ni lo digo por decir, en mi cabeza aún resuenan multitud de razones para poder afirmarlo: será que sé que no lo es ni de lejos, que su ADN es puramente imperfecto; que el sexo es tratado tal y como lo que es, sin remilgos ni medias tintas, como algo que huele y mancha, algo que a veces se disfruta y a veces es doloroso; que los diálogos, siempre oscilantes entre lo ingenioso y lo soez, a más de uno le gustaría poder decirlos y/o escribirlos, que de tan buenos, de un sólo plumazo, son capaces de sacar a la superficie (a menudo, mediante el mecanismo de la risa) todo lo que los personajes llevan dentro sin ni siquiera mostrar una mínima parte de lo que realmente esconden; o que su protagonista, el incontrolable Hank Moody, es algo más que un simple escritor caído en desgracia. (O Henry “malhumorado” Bukowski, como podría también conocérsele, ya que este maravilloso personaje está inspirado libremente en la figura de aquel cartero que malvivía por las calles de Los Ángeles, escribiendo entre más de una hembra, mucho humo, un sin fin de copas y algunos hipódromos, en busca de esa suerte esquiva que otorgan las letras.)
Siete temporadas después, en las que ha habido de todo, y cuando digo de todo, es de todo (unas mejores, otras, las últimas, un poquito peores), la ficción de Showtime creada por Tom Kapinos –un showrunner que, si bien no es venerado como a un David Chase, un David Simon, un Matthew Weiner o un Vince Gilligan, para el que escribe estas líneas, tiene también su particular hueco en el Olimpo catódico– decidió decir adiós definitivamente, y poner un punto y final que la mayoría de espectadores, pese a entristecernos, tuvimos que entender. (Tal que tú, yo también tengo ojos y oídos, y podía sentir que todo aquello que comenzó siendo tan bonito no ha podido, lástima, mantenerse en el tiempo, por más que, capítulo tras capítulo, lo haya intentado.) En definitiva, la cosa, por más que gustase o hiciese más o menos gracia, no podía continuar; el nivel había bajado, la fórmula no daba más de sí. El periplo del romántico escritor por recuperar una y otra vez a su amada Karen (Natascha McElhone), la estabilidad familiar para vivir feliz junto a ella y su hija Becca (Madeleine Martin), o, inclusive, la inspiración perdida que anhela tanto él como su torpe agente y mejor amigo, a la par que obseso y depravado sexual, Charlie Runkle (espléndido Evan Handler), tenía que acabar, y, tal vez, con la cabeza fría y las partes bajas aún calientes, debía haberlo hecho mucho antes –concretamente, estoy hablando de la cuarta temporada, cuando al final de la misma Hank se marcha solo, por fin, de Los Ángeles. (Un caso parecido, en cuanto a despedida tardía se refiere, fue el de Weeds, paradójicamente de la misma cadena, donde, en vez de sexo, se trataba de forma también adulta, y antes de la irrupción de Heisenberg y su meta azul, el tráfico de drogas a nivel local.)
Pero hablar de Californication significa también hablar de otro nombre propio, alma máter de la función junto con Kapinos, y, por qué no, igualmente responsable de su éxito (de hecho, de igual manera ejerce de productor): David Duchovny, viejo conocido de la pequeña pantalla al interpretar durante años al agente especial del FBI Fox Mulder, en la mítica serie de los 90, X-Files. Gracias a esta oportunidad, el actor logró la difícil tarea que tienen muchos otros intérpretes, y que, por más que se esfuercen durante toda su carrera, rara vez logran superar: desencasillarse, regalándonos además otro gran personaje para el recuerdo. (Por ambos papeles, además, Duchovny fue reconocido con el Globo de Oro.) A día de hoy, ya nadie puede imaginarse otro Hank que no sea él, que no tenga su voz o sus rasgos: amante del alcohol, de las mujeres, de algunas drogas, de los líos propios y ajenos; incluso se puede afirmar que, en ocasiones, es un auténtico apasionado de la autodestrucción. Y aunque Californication sea tratada, en el fondo, como una comedia, el personaje de Hank no puede ser, en mi opinión, más trágico, al no medir nunca las consecuencias de sus actos, al ser el payaso triste –incluso una vez aparece caracterizado así– al que siempre se le acaba escapando todo aquello que quiere y/o desea, algo que le ocurre desde la adaptación cinematográfica de “Dios nos odia a todos”, la novela con el que llega al estrellato, y “Follando y pegando”, su definitiva y particular condena a los infiernos.
Haya sido un círculo vicioso, mudado de piel o no, avanzado poco o nada en lo que prometía, es algo que hoy yo no voy a juzgar (como veis, ni siquiera he sacado a relucir el final), porque la esencia que ha hecho de Californication ser lo que es, fue, o ha sido, siempre estará ahí. (Sobra decir que aquél que aún no la haya visto debe hacerlo cuanto antes.) O si no, prestad un poquito de atención al siguiente diálogo del capítulo final de la sexta temporada, entre Hank y la estrella de rock Atticus Fetch (Tim Minchin), y notaréis, con muchísimas menos palabras, de lo que estoy hablando:
A: ¿Cómo lo haces, Hank?
H: ¿Qué?
A: La mujer que amas está ahí fuera, y sabes que no puedes tenerla. ¿Cómo te levantas por las mañanas?
H: Un trago siempre ayuda. Y el arte. Todo lo que escribo es para ella o sobre ella, así que siempre estoy con ella, incluso cuando escribo.
Thank you and goobye, motharfuckaaa…
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