Todas las calles del mundo
Por José Luis Muñoz , 19 agosto, 2017
André Pyere de Mandiargues situó su novela La marge, con la que ganó el premio Goncourt, en la Barcelona Sur, prostibularia, del final de las Ramblas. Para Ignacio Agustí Las Ramblas era la de los señores que salen del Liceo en La saga de los Rius. La Barcelona por la que se perdían Carvalho y Méndez, los personajes icónicos de Manolo Vázquez Montalbán y Francisco González Ledesma, dos autores que conocían el legendario Barrio Chino. Las Ramblas que regaban con sus mangueras los empleados municipales de la limpieza en esa impagable escena de baile de Antonio Gades en Los Tarantos de Francisco Rovira Beleta. La que he cruzado en uno y mil sentidos a lo largo de mi vida. La de mis noches de insomnio después de libar en el London, el Pastisse o El Quiosco de la Cazalla. La calle del mundo. Todas las calles del mundo en una. La calle, hoy, del dolor. La calle, a secas, en ese 17 de agosto aciago que uno no acaba de digerir.
Cada vez que bajaba por las Ramblas me hacía la misma pregunta: ¿Cuándo meterán una furgoneta por el paseo central y arrasarán con todos los paseantes? ¿Cuándo? Y no era el único que lo pensaba. Y lo debieron pensar, también, las autoridades policiales; y más después del atentado de Niza que inauguró esa siniestra moda de los atropellos masivos. Y lo pensaron, claro, los canallas que, sin dificultad, arrollaron a los paseantes de treinta nacionalidades, porque la Rambla es seguramente la calle más internacional del mundo. La calle.
Los asesinos son los terroristas. Los terroristas son psicópatas. Quien no se quiere a sí mismo hasta el punto de matarse sin haber vivido puede acabar con la vida de cualquiera sin pestañear. Nuestra vida vale tanto como tan poco para ellos.
Miro las fotos de los terroristas abatidos en Cambrils. Poco más que niños. Ninguno alcanza los treinta años. Menos de veinte, un par. Les han inoculado el veneno del odio en la cabeza viendo imágenes de destrucción que suceden a miles de kilómetros y por las que nos consideran culpables. Se lo hemos inoculado nosotros que hemos arrasado sus países de origen desde hace décadas. ¿No lloráis por nuestros muertos? ¿No lloráis suficientemente por los cuatrocientos mil muertos que dejaron como rastro sangriento el Trío de las Azores? ¿Seguís sin detener la matanza de Siria? Vais a llorar ahora los vuestros. Os vamos a matar a diario, en vuestra casa, aunque sea a cuchilladas.
Musulmanes que matan musulmanes en todo el orbe. Pero los muertos en las mezquitas de Pakistán, Irak, Afganistán, Egipto o Túnez tienen menos caché que los muertos en las ciudades europeas. Cuando matan al vecino sentimos un escalofrío en la nuca. Yo podría haber estado a las cinco de la tarde en las Ramblas de Barcelona cuando la furgoneta asesina bajó en zigzag arrollando toda vida que encontraba a su paso. Habrá que habituarse a este infernal goteo de sangre que explota en las ciudades europeas. El Trío de las Azores azotó el avispero y nosotros sufrimos la picadura de las enfurecidas avispas. No lo vamos a poder evitar aunque pongamos muros, aunque destinemos buena parte de nuestro presupuesto a las fuerzas de seguridad.
Para matar sólo hace falta la voluntad de hacerlo. Caín mató a Abel con una simple quijada. Se mata con un hacha, con un cuchillo, con un coche, con un bolígrafo o con las manos. Occidente mata a mansalva cuando está falta de cash. El terrorismo es la guerra de los pobres. Cualquiera puede armar un artefacto explosivo. ¿Imaginan cien bombonas de butano explosionando en el centro de Barcelona en vez de en el chalet de Alcanar? ¿Contra el Liceo?
No existe otra arma contra la violencia que la razón y los terroristas lo que buscan, a lo que apelan, es a nuestra irracionalidad. Francia respondió a uno de sus zarpazos bombardeando, sumando más víctimas inocentes a su macabra estadística. No les facilitemos el camino. Barcelona ha dado la respuesta adecuada y ejemplar con ese grito unánime de No tinc por; con esos taxistas que desinteresadamente han llevado a los hospitales a heridos y a sus familiares; con los barceloneses que se han volcado en donar sangre; con los que han alojado en sus casas a los que no podían acceder a los hoteles; con los que han ofrecido agua a los atrapados en los atascos; con las enfermeras y los médicos que han atendido rotos por dentro a los heridos; con los que han abierto sus establecimientos para que se refugie la gente; con los policías que se han enfrentado a los ángeles de la muerte. Ese ejército de pequeños héroes anónimos que surge en todas las desgracias y que hace que nos enorgullezcamos de nuestra condición de humanos.
Hay una imagen de locura distópica en todo este maremágnum de sangre que ha anegado las Ramblas de Barcelona: un adolescente de diecisiete años que ha segado, entre otras, la vida de un niño de tres años y que seguramente ha acabado sus días por el disparo de un policía. ¿Se puede con tan pocos años acumular tanto odio? ¿Se puede con tan pocos años sembrar tanto dolor?
Barcelona, como París, como New York, como Londres, tiene alma. Unos desalmados no van a poder con ella. El zarpazo está. La herida cauterizará con el tiempo. Solo acabaremos con las jaurías de perros rabiosos eliminando los semilleros de odio. Y hay muchos en el mundo. Y no creo que quienes manejan esos hilos invisibles ayuden a eliminarlos cuando ellos son los que los han creado y todos los demás somos víctimas.
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