Somos testigos, lector, del embotamiento más grave que ha padecido la palabra. Ya no hay sabios, ni jueces, ni prudentes, ni discretos. Los sabios merlinescos han huido, pues no soportaron la ruindad y el escepticismo del mundo; los jueces, bustos oraculares desoídos, han enmudecido su juicio, don rarísimo; los prudentes romanceados a fuerza de estudiar los clásicos, promotores de la tolerancia, han sido perseguidos, y los discretos, artificiosos alcahuetes que dispensaban el placer a los hombres, han sido acusados de libertinos, de demoníacos, por lo que han suspendido su actividad.
Tan desvaídas y sucias tablas exigen, piden que recordemos qué eran los caballeros andantes. ¿Qué era un caballero andante? Poco importa lo accidental o que hayan sido un brazo fortísimo de la Iglesia; importa, en la penuria moderna, traer a las mientes la cualidad y linaje de su substancia. ¿Cómo fue posible que hombres de letras, cortesanos sosegados, hayan apuñado la espada para salir a guerrear por una creencia? Hoy nos descuartizamos por ocurrencias, por modas, por banalidades de politicastros, por culpa de borregadas de oropel u opinantes aburguesados; antes, bonitamente, los armados caballeros se cercenaban los cuerpos por liviandades de hereje, por excesos exegéticos, por imposturas.
Caballero era el que practicaba la caballerosidad, frase con visaje perogrullo que encierra tanta verdad como las tautologías bíblicas, que no son tales, sino énfasis imperiosos para abrir las carnes suaves de los comodines que nunca han meditado verdad alguna ni han querido salvar lacerándose las espaldas la heroicidad, actividad por excelencia del espíritu, según leemos en las “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset, Caballero de Madrid que oprimía y regía los frenos del gran Raciocinante.
Somos hombres porque somos humanitarios, no humanitarios, humanistas, porque somos hombres. La humanidad es un grado que se alcanza, algo por lo que uno se desvela. El Quijote, para hacerse caballero, hombre, veló sus armas, curó la laxitud y desatención que nuestro lado animal, leoncito conspicuo e instintivo, saca al enfrentar el peligro. Caballero no se era sólo por andar a caballo, sino por la capacidad de luchar a caballo, es decir, escindiendo las falanges enemigas con la afilada y rápida inteligencia, o por saber apearse de las alturas de la bestialidad bélica para consolar viudas y desfacer entuertos, fuesen los que fuesen.
El viejo humanismo, que era realista e imparcial por lo griego, derecho y valiente por lo romano, piadoso y místico por lo cristiano y bello y fino por lo renacentista, se sostenía en la caballerosidad, que es humildad garbosa; el viejo catolicismo, por su lado, tenía su andamio en el estoicismo, filosofía que enseñó a dormir al amparo del cielo y con la espada presta para salir cortando. Jesucristo fue andante caballero, sí, y anduvo como el Quijote predicando, practicando milagros, trocando escépticos en fieles y maleadores en ejemplos históricos de inmoralidad.
Todo caballero español, andante, debía ser imparcial, prudentísimo espectador católico, pues se topaba con gentes de toda laya, de variopinta vestimenta y moral y de lenguas capaces de hacer del medio día linda noche oscura sanjuanina; tan errabunda vida, así, estercoló la cortesía, la alimentó, avezó al dinámico caudillo eclesiástico al “besamanos”, a “besar los pies”, costumbres arábigas, según refiere Américo Castro. El hombre que besa la mano recibe, sin sentirlo, un beso en la frente, y así ve celebrada su mentalidad, y el hombre que besa los pies recibe un espaldarazo, golpe que hace nacer alas de ángel.
El caballero andante, que bregaba contra moros y judíos, que una vez convertidos se hacían amigos de la Iglesia, aprendió a celebrar con el “olé”, “wa-I-lah” o “por Dios” de los árabes, al torero, al héroe, a todo gallardo demostrador de los valores clericales, que hemos dicho eran y son el humanismo y el estoicismo. Unos versos del Duque de Rivas, unos de su poema “Un castellano leal”, aderezan nuestra lírica diciendo:
“Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi consciencia”.
Árabe es la costumbre de decir “ésta es su casa”, recordemos. Los árabes, afirma Asín Palacios, bien veían poseer un alma ancha y una casa angosta, o por mejor decir, afanaban tener angustiados los apetitos y abiertas las arcas de la liberalidad. Tan magnas costumbres, aprendidas de los místicos árabes, fueron adoptadas por el caballero andante español, que vio en ellas instrumento metafórico, mental, para afianzar su cristiandad, pues andando por el mundo, ora en chozas o en ríos, ora en mares o en montañas, tenía que avenirse al ahorro, casi al ascetismo. ¿Podían unos glotones desaforados conquistar elevados continentes, islas ennegrecidas de tiempo, psiques duras como piedra y llanos de fuego?
Al caballero andante cualquiera cosa le bastaba, cualquier zaquizamí o venta le parecía, como al Quijote, fortaleza o castillo. Todo lo podía nuestro viejo caballero con su honra, con la consciencia limpia, sabiendo que había obligado al enemigo, con buenas razones o a golpe de espada, a confesar la belleza de su sin par Hispania.
Cuando la tarde oscurece y empiezo a soñar veo cómo los nuevos caballeros andantes, que es decir los nuevos cultores de nuestras más preciosas armas en América, nuestras letras, en su guapeza varonil, en tierras nunca vistas, whitmanianas o quechuas, tierras que presumen haber vencido a España, ponen sello de grandeza a sus triunfos repitiendo lo que el Quijote, al sobreponerse al Caballero de los Espejos, dijo: “También habéis de confesar y creer –añadió don Quijote– que aquel caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece y que en su figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el ímpetu de mi cólera y para que use blandamente de la gloria del vencimiento”.
Creen muchos pueblos rebeldes, pueblos que prefieren leer a Shakespeare que a Lope, a Whitman que a León Felipe, que han luchado contra Hispania y que la han vencido, mas yerran con singular y bachillerada inocencia. Negar la paternidad es, sobre todo, exaltar la paternidad, es declarar que el padre ha logrado engendrar hijos capaces de andar solos. García Morente, apuntando sus “Ideas para una filosofía de la historia de España”, ha dicho: “La hispanidad no es la lengua; las naciones hispánicas no son hispánicas porque hablan la lengua española, sino al revés, hablan la lengua española porque son hispánicas”. ¿Adónde huyes, tránsfuga? ¿Recordáis, hijo, el soneto “A Roma, sepultada en sus ruinas”, de Quevedo, tu abuelo? Yo os refrescaré el magín…
“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
Y en Roma misma a Roma no la hallas:
Cadáver son las que ostentó murallas,
Y tumba de sí propio el Aventino”.
¡Bien que quieran los hijos de España ser hijos de sus obras, hacer sus propias correrías y romerías! ¡Mal que quieran ser caballeros andantes negando su Derecho Romano, su Filosofía Cristiana y la Historia de España! Los pueblos hispanoamericanos todavía son como la Mancha, lugares provincianos donde hidalgos soñadores están soñando aventuras y que ganan reinos y altas princesas que luego regalarán, para no perder el estoicismo ni la gana de salir a buscar altas caballerías, a sus fieles escuderos. Es caballero andante quien posee el bien supremo de ganar, como el Quijote, para regalar.
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