Toulouse: libro y ladrillo
Por José Luis Muñoz , 25 enero, 2015
Toda actividad literaria conlleva un extra más allá del hecho en sí, que suele ser siempre muy gratificante. Desde luego, en primer lugar, el extra lo protagonizaron los asistentes de mediana edad a esa charla informal, que se mostraron tan participativos que el acto se prolongó hasta las nueve de la noche.
La Casa de España, que dirige con abnegada dedicación Miguel Ángel Vinuesa, lo forman dos pequeños edificios, más un jardín, en la Avenue del Minimes, cerca del Bulevard del mismo nombre que corre paralelo al canal del Midi, un barrio de clase trabajadora de la ciudad de Toulouse al que fueron a refugiarse muchos españoles que cruzaron la frontera huyendo de los vencedores. En los jardines hay un monumento al exilio que Miguel Ángel Vinuesa, un madrileño exiliado de Felipe González, ironiza, y añade, por causas sentimentales, me muestra con orgullo. La escultura es una famosa réplica de una foto de un republicano, sin más arma que su maleta, pasando la frontera y llevando de la mano a un niño: símbolo del exilio. La guerra ha terminado, pero no lo parece detrás de los Pirineos, me dice. Ni al otro lado, le digo. El enconamiento de las posiciones hace que este año, el 2015, vaya a ser muy apasionante electoralmente hablando.
La sala de la Casa de España de Toulouse, que no recibe ninguna ayuda pública, es pequeña y se llena. Me presenta la entusiasta Ida Mesplede que sabe casi tanto de novela negra como su pareja, y viejo amigo mío, Claude Mesplede, un rojo de la vieja escuela al que aprecio y respeto desde que tropecé con él en un tren de la Semana Negra de Gijón. Claude Mesplede es una enciclopedia vida del género negro policial, sin duda la persona en Francia que más sabe de la materia, autor de un diccionario monumental en el que los que no están es que no existen.
El debate sobre mis libros publicados en Francia por Actes Sud, Le derniere enquete de l’inspecteur Rodríguez Pachón y Babylone Vegas, y Te arrastrarás sobre tu vientre, se desarrolló con enorme fluidez gracias a la pasión que puso en ello Ida Mesplede y la habilidad como traductor de Miguel Ángel Vinuesa. Lo que tenía que haber durado una hora u hora y media, llenó las tres horas que van de las 6 a las 9.
A la mañana siguiente estuve tentado de tomar mi vehículo aparcado en el Boulevard des Minimes (espero que Miguel Ángel Vinuesa me aclare el significado de la palabra, todo un misterio) pero decido pasear por la ciudad y averiguar, por intuición, la ubicación precisa del centro desde mi hotel. Creo que he estado seis veces en Toulouse, tres por cuestiones literarias, dos por turismo con amigos y familiares, en esta vida, y una, fantasmal, en una vida anterior, no sé si real o soñada, en la que conocí a Federica Montseny, la exministra de la República, y a su compañero Germinal cuando Toulouse era la capital del rojerío español y epicentro del anarquismo.
Mientras bordeo el Canal del Midi, en donde nadan algunos patos tranquilamente, y me protejo del viento que azota la ciudad, que proviene del nevado Pirineo, y provoca una sensación térmica de frío intenso que no se corresponde con el termómetro, seis grados positivos, pienso en esa etapa de anarquismo militante, lejana en el tiempo pero que forma parte de mi ADN, y recuerdo que la noche anterior dediqué un par de libros a una hermosa mujer, cuyo aspecto me recordaba a Ana María Matute, que dijo llamarse Vida. Mi padre era anarquista, y de ahí mi nombre. Yo también, le contesté mientras escribía en Te arrastrarás sobre tu vientre la dedicatoria A la camarada Vida, reencontrada en Toulouse.
Conozco Toulouse, tengo el mapa en la cabeza, así es que no me pierdo y me reafirmo en mi sentido de la orientación cuando desemboco en la plaza Jeanne de Arco, presidida por la efigie ecuestre de la santa luchadora que es icono de Marie Le Pen. Cruzo una avenida, paso por delante de un carrusel de caballitos y me dirijo sin titubeos, por una calle peatonal, a la plaza del Capitolio, una especie de sol urbano del que irradian todas las calles principales de Tolosa de Languedoc.
La plaza, enorme y majestuosa, festoneada por hoteles y sus correspondientes terrazas, construidos en ladrillo, la preside el monumental ayuntamiento de la villa, Le Capitol, un edificio sólido, también de ladrillo, en cuyo balcón principal ondean las banderas de Francia, Europa y la ciudad, la cruz de Occitania sobre fondo rojo, la misma que luce en todos los ayuntamiento de Arán.
Es día de mercado y una buena cantidad de puestos de comida y verdulerías, en donde los campesinos venden sus productos de la tierra, se alternan con los puestos de ropa regentadas por africanos en las que predominan los colores fuertes y enormes telas estampadas. Toulouse, como toda Francia, y España en los últimos años, es un país multicultural, de acogida, sobre todo de los ciudadanos de sus colonias africanas, y esa es una de las razones por la que la sociedad francesa, y la tolosana, según constaté ayer en conversación con mis lectores, está bajo un shock postraumático tras el atentado contra Charlie Hebdo y el supermercado judío de París, porque los asesinos eran franceses y algo está fallando en la integración.
Mi paseo por la ciudad me lleva por una de las calles que salen de la Plaza du Capitol, de escaso tráfico y casas de ladrillo en la que abren sus puertas librerías. Ladrillo. Me llamó la atención, la primera vez que descubrí Toulouse, conscientemente, porque esa visita fantasma de una vida anterior no sé si realmente existió, la presencia obsesiva del ladrillo en sus construcciones, en sus edificios religiosos: la piedra estaba muy lejos, en esos Pirineos nevados que refulgen en el horizonte y fueron un muro entre España y Francia, físico, y cultural durante cuarenta años de noche franquista, y muchos de los obreros que edificaron la ciudad provenían de España, eran de origen mudéjar, lo que explica ese uso del ladrillo.
Aunque ya la conozco, me pierdo en la librería Ombres Blanches, la más grande, dos plantas, un sinfín de salas comunicadas por estrechos pasillos, entradas y salidas a dos calles y miles de novedades entre las que destacan las dedicadas al polar, como se conoce en Francia el género negro. Aunque me busque, no me encuentro al lado de colegas como Carlos Salem, Carlos Zanón, José Carlos Somoza o Víctor del Árbol. Lejos de frustrarme, salgo de nuevo a la calle, la bufanda liada al cuello, y me dirijo hacia el Garonne que intuyo al final de la empedrada vía, pero antes me detengo en una iglesia neoclásica, la Daurade, a la que se entra pasando a través de una puerta batiente infame, tras cruzar un pasadizo que parece de una escuela decadente, falta de subvenciones, que desemboca finalmente en el edificio religioso. ¿Por qué se accede a la iglesia por esa entrada anónima, desvencijada, nada regia, cuando el edificio tiene una hermosa fachada neoclásica presidida por columnas y friso junto al Garonna, es un misterio? El interior de la iglesia, que ya conozco, es otro misterio de abandono y oscuridad. Da la sensación de que las limosnas de los fieles, quizá porque nos sean tantos en una ciudad contaminada por el anarquismo español, no alcanzan a dignificar las renegridas paredes del edificio religioso y ni siquiera para alumbrarlo debidamente. A mis espaldas tengo un enorme órgano y de frente un altar barroco, historiado, decorado con láminas de oro que brillarían si la luz las acariciara. Mientras paseo por el vacío y destartalado recinto, que tiene su encanto, que huele a viejo y abandono, pienso que si un día convierto a Toulouse en escenario de novela, y el amigo Miguel Ángel Vinuesa me ha dado alguna idea al respecto, los posibles crímenes pasarán entre estas oscuras paredes.
No es que fuera el ambiente sea más alegre, porque por los alrededores del Garonna, mi río del valle de Arán que a su paso por la capital de Languedoc tiene anchura de Ebro, reina la niebla y el frío, y en un jardín, junto al muelle, un clochard ha instalado su precaria jaima que guardan tres perros, visión que me produce un frío intenso. Paseo junto al río que nace en el Pla de Beret, mido mentalmente su anchura, quizá de medio kilómetro, contemplo la augusta fachada neoclásica de la iglesia de La Daurade y me deleito con las esculturas que adornan la Escuela de Bellas Artes vecina. Pasan por mi lado ciclistas de todas las edades y corredores de footing perfectamente abrigados cuando me asomo al Pont Neuf que cruza el Garonna, una construcción noble con una docena de ojos que permiten el paso de barcazas.
Por otra calle regreso al centro, y de nuevo libros y ladrillos. No sé cuántas librerías alberga la ciudad, pero si hay tantas, y todas están tan concurridas, querrá decir que los franceses, al contrario de los españoles, son muy leídos. Así es que con estas consideraciones pesimistas, vuelvo a la plaza del Capitolio, pero tropiezo antes, en una de las estrechas calles, junto a un establecimiento de comida turca que se alterna con uno de gastronomía indochina y otro hindú, con la basílica de los Jacobinos, un imponente edificio del siglo XIII, de ladrillo rojo, evidentemente, cuya austeridad interior sobrecoge a pesar de sus gigantescas columnas y las nerviaciones espectaculares de una de ellas, la joya de la corona de la edificación, conocida como La Palmera, una columna estrellada de once brazos a cuyo alrededor hay dispuesto un enorme espejo circular que reproduce toda la basílica invertida y provoca vértigo a todo aquel que lo mira. La basílica de los Jacobinos, que siempre visito cuando estoy en Toulouse y que alberga los retos mortales de uno de los santos más racionalistas, Santo Tomás de Aquino, me recuerda a Santa María del Mar de Barcelona, quizá por su altura de 22 metros y las dimensiones ciclópeas de sus columnas de mármol. En sus paredes, adornando sus pequeñas capillas laterales en las que no hay altares ni esculturas, que desaparecieron cuando se le dio un uso civil al edificio durante la revolución francesa y el recinto se convirtió en un cuartel de caballería, aun se ven vestigios de la policromía de las pinturas que la embellecieron, pero ni rastro de las esculturas que debieron poblar los altares laterales y que acabarían, sin duda, en las casas de los particulares que lo expoliaron y quizá en algún remoto museo.
Siguiendo la ruta de los edificios religiosos de la ciudad, mi siguiente parada es la Iglesia de Sant Sarnin, o de San Saturnino, el edificio románico más grande de Occitania y uno de los más antiguos, en la plaza del mismo nombre, cuya primera piedra, en el lugar en donde murió el mártir arrastrado por un toro salvaje, se puso en 1096 bajo el pontificado del Papa Urbano II y no fue basílica hasta 1878. De sus vestigios románicos destaca su espigada torre de campanario octogonal, de cinco niveles, coronada por una cubierta de aguja que aguanta un globo terminal coronado por una cruz, y una puerta, separada del edificio, la antigua portada que aún se conserva. De su interior románico destaca la altura de sus columnas, que forman un elegante pasillo central, el transepto, más dos laterales, y la galería superior, que desembocan en un altar barroco que recibe la luz que se filtra por la linterna de la cúpula.
Vuelvo a la plaza del Capitolio por una calle peatonal que huele a baguette y kehab, entre ladrillos y libros, la esencia de Toulouse. Ladrillo y libro en el ADN de esta ciudad que tantas veces visito. Regreso a mi coche reflexionando sobre el pasado anarquista de la ciudad subrayado por esa oleada de refugiados que huyeron del fascismo que triunfó en España, sobre esa Vida con cara de Ana María Matute que leerá mis libros en francés y castellano y en ese tipo de melena larga, bigotazo y patillas, soñador y rebelde, que, pistola al cinto, pasó esa frontera natural de los Pirineos y estuvo en Toulouse en otra vida, no sabe si soñada o real, no sabe si propia o ajena.
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