Tractatus in postureo
Por Jordi Junca , 13 enero, 2016
La luz es tenue, algo así como anaranjada. Proviene de dos o tres lámparas vestidas con unas pantallas que parecen estar hechas de pergamino del antiguo. De las entrañas del sofá rojo colocado en la esquina, a mano izquierda, sale lo que parecen ser unas pocas plumas. También hay una silla de madera barnizada. Luego una azul de plástico muy cuadrada, otra fucsia pero en este caso con el asiento en forma de circunferencia. Una mesa baja de cristal, delante del sofá. No mucho más lejos, otra mesa pero enorme, rectangular, de madera, de casa de campo, de picnic. De verdad que parece el centro de recogida de muebles abandonados. Pero qué quieres que te diga. Mola. Yo no sé por qué. Pero sí que se respira un no sé qué, un saber montárselo con poca cosa. Voy a quedarme a ver. Así que decido tomar asiento al otro lado, donde la barra, en lo que resulta ser un taburete decorado con trozos de papel de periódico. Me fijo un poco más. No es bien bien un diario. Es una revista de aquellas de señoras desnudas, y cuando digo señoras me refiero a que probablemente, hoy día 12 de enero de 2016, ya no estén en condiciones para posar de tal guisa. Al otro lado del mostrador, un tipo con una barba digna de Karl Marx y un corte de pelo, lo siento, bastante Nazi. A juzgar por este capilar encuentro de ideologías, quizás ya se pueda decir que hay quien por fin ha superado el maniqueísmo comunista-fascista. Detrás del camarero, por cierto, y entre las estanterías llenas de botellas de cristal, un póster del difunto David Bowie.
Pues he venido a investigar, aunque lo cierto es que no hay mucha gente a estas horas de la mañana. Pero, Bingo. Más que suficiente. Un grupo de hombres, bueno, de jóvenes, equipados todos con sus barbas perfectas y sus zapatos afilados. Cazo al vuelo una frase: “Déjate de mierdas, hacemos una cañita, nos hacemos la foto, y nos vamos. Que estoy pelao, tío.” Los demás asienten con alegría. Entonces el primero que ha hablado levanta el brazo y sonríe. El camarero lo mira, todavía al otro lado de la barra. Dice “¿qué quieres?”, apenas con un ademán de la cabeza. “Ponte cuatro cañas cuando puedas, jefe”. Y el camarero, ya accionando la palanca del tirador, alza el pulgar de su mano izquierda a modo de respuesta. Pues bien, aprovecho la ocasión para pedirle también una cerveza. “Ya que estamos, pon aquí otra cuando puedas”. Y el tipo, sin siquiera mirarme, vuelve a alzar el pulgar.
Bueno, pues el camarero coge una bandeja plateada y sobre ella coloca cuatro copas llenas de espumosa (quizás demasiado, en mi opinión) cerveza. Después, una vez encontrado el equilibrio, inicia su periplo hasta la mesa donde están sentados los chicos. Uno de los cuatro saca el iPhone y, cuando el tipo ya ha terminado de colocar los vasos, aprovecha y le pide que les haga por favor una foto. El camarero asiente y acto seguido coge el teléfono. Ahora el dueño del aparato le recomienda, por no decir que le ordena, que active el flash, que con esta luz no se va a ver nada. El tipo alza el pulgar. Sí, otra vez. Ahora, unos segundos de incertidumbre. Una luz blanca. “Muchas gracias, tío” le dicen. “Nada, nada”, responde, y ahora viene hacia mí, hacia la barra, en realidad, donde le espera una quinta copa todavía por servir.
Bebo un trago de cerveza. Aprovecho el gesto para mirar por encima del cristal del vaso. Los chicos hacen algo con el iPhone, están todos alrededor del dueño del susodicho, incluso van poniendo sus zarpas sobre él, a lo que el dueño reacciona con un amago de codazo. Muero de curiosidad, aunque apuesto bastante fuerte a que se trata de una edición colectiva en Instagram. Dejo la copa sobre la barra, finjo que voy, y de hecho voy al lavabo. De camino, un vistazo rápido a la pantalla. Gracias a dios, los móviles diminutos pasaron de moda hace tantísimo tiempo. Así que se ve claramente que en efecto están manoseando la foto a través de la ya mencionada aplicación. Pues bien, abro la puerta del lavabo, entro. Para mayor comodidad del lector, obviamos qué ocurre una vez ahí dentro. Ahora ya me lavo las manos, acto seguido trato de secarlas con uno de esos aparatos que todavía hoy no alcanzo a dominar. Viento huracanado, ruido de volcán en erupción. Las manos siguen estando húmedas, pero en fin, ya hace tiempo que me rendí. Sacudo los dedos con violencia. Las gotas se dispersan haciendo las veces de proyectiles. Después ya salgo del lavabo, dispuesto a seguir con mi particular reportaje. Pero tamaña sorpresa la que me llevo una vez fuera. El local está vacío. Ni rastro de los chicos, ni siquiera del camarero. Me acerco a la barra, pues aún queda algo de cerveza en mi vaso y oye, aquí no se regala nada. Aparece de las trastienda el tipo de la barba comunista y el peinado nazi. Le lanzo una mirada inquisidora, como diciendo, pero bueno, dónde están los chavales. Él se encoge de hombros. “Han venido a hacerse su foto de postureo y ala, aire”. Postureo, dice.
Lo observo detenidamente. Él no se da cuenta, inmerso en su empresa de ordenar un poco todo. No puedo dejar de mirar su barba, su pelo, la camisa decorada con un estampado a base de muérdago navideño, los tirantes que sujetan un ya de por sí sujetísimo pantalón pitillo. Yo tenía entendido que esto podría ser perfectamente postureo. Pero parece que no, parece ser que en efecto hay un matiz. “¿Postureo?”, le pregunto. “Sí, hombre, ya lo creo. Los niños vienen al bar y se hacen su foto. El caso es que vienen al bar para hacérsela. Si nadie pudiera ver que han pasado por aquí, estoy bastante seguro de que no lo harían”. “Ya veo”, respondo. Silencio. Entonces el tipo suspira. “Hay quien viene aquí porque le gusta sinceramente el sitio, porque se siente partícipe, porque yo que sé, porque le sale natural. Pero son muchos los que vienen para poder colgarlo después por ahí. Lo primero es ser consecuente. Lo segundo es postureo y del bueno”, sentencia finalmente el camarero. Asiento en seguida, incapaz de rebatirle esa creencia que se revela tan firme. Una vez más, silencio. La cerveza ya está vacía. Pago. Le doy un par de palmaditas en la espalda, él alza de nuevo el pulgar. Aire libre, sol de invierno.
Así que una cosa es ir a un bar y otra es ir a un bar para hacerte la foto. Vestirse de una manera, o vestirse de una manera para que otros vean que vistes de esa manera. Hay que ver, menudo lío. El caso es que parece que todo esto tiene algo de voyeur, o en fin, que el famoso postureo depende directamente de la mayor o menor probabilidad de que te vean los demás. Propaganda al fin y al cabo, que en muchos casos, así como lo es en la vida real, puede ser engañosa. Pues cuidado, creo que empiezo a entenderlo. Uno puede ir a un sitio, digamos la sala Apolo de Barcelona. Puede ir porque le gusta la música, el ambiente, porque qué sé yo, porque dicen que por ahí que se liga. Sin embargo, sucede que hubo un día en el que llegaron a este mundo las redes sociales, y con ellas la omnipresencia del espectador. Cualquier momento puede ser inmortalizado, cualquiera, durante todas y cada una de las veinticuatro horas que dura una jornada. Desde que llegara aquel fatídico día, puedo mostrar al mundo todo lo que hago e incluso lo que no hago, así como puedo obviar lo que no tenga cabida en ese planeta de las golosinas. Todos podrán verlo, y en realidad la imagen que tengan de mí dependerá única y exclusivamente de todo aquello que yo haya seleccionado. Pero bueno, entonces ¿qué es postureo y qué no lo es?
Pues bien, sigamos con el ejemplo de la sala Apolo. Hemos dicho que un tipo ha elegido ir esta noche a esta discoteca por los motivos que sean. Resulta que durante el transcurso de la misma, se ha hecho alguna que otra foto y, al final de la velada, ha decidido colgar una de ellas en Facebook. Hasta aquí, todo correcto. Pero digamos que este mismo individuo detesta la música de la sala Apolo, y de hecho detesta la fiesta en general. No obstante, sabe que si se hace una foto en uno de los locales alternativos por excelencia, subirán los likes y con ellos su popularidad. Y amigos, he aquí el postureo: dícese o dijiérase, de aquel acto y/o indumentaria al servicio único y exclusivo del me gusta, aun cuando dicho acto y/o indumentaria no se corresponda, o incluso traicione, los gustos e intereses del propio sujeto. Dicho de otra manera: si la foto se pensó a posteriori, o si la actividad vino primero y la foto después, todo está bien. Pero amigo, si acabaste en el Apolo como consecuencia y no como causante de esa instantánea…bienvenido seas al club de los postureantes.
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