Trakai, lagos y castillos
Por José Luis Muñoz , 20 octubre, 2014
Trakai se encuentra a sólo 28 kilómetros de Vilna. Se puede acercar uno a esa bella zona lacustre de 200 lagos en un destartalado tren o en un no menos destartalado autocar. En los lagos anidan una infinidad de islas e islotes, algunos minúsculos, cubiertos de bosques no muy tupidos formados por árboles poco consistentes, supongo que por la excesiva humedad del subsuelo. Si uno es aficionado a la navegación en el puerto encontrará catamaranes y veleros para darse una vuelta por el entorno; los más torpes pueden remar en una barca de quilla plana; los más torpes de los más torpes pedalear en un patín de plástico.
La fortaleza en ruinas (aquí también los lugareños saquearon a fondo y con las piedras del castillo se hicieron sus viviendas) fue erigida por el gran duque Gediminas que solía cazar por la zona (una cabeza de un mastodóntico ciervo de cuatrocientos kilos de peso mira con pesar, colgada en una de las estancias cinegéticas del recinto castrense, a los visitantes que abonan una entrada de 12 litas). Los monarcas lituanos le cogieron gusto a esa fortaleza construida sobre la minúscula isla Pilies del lago Galvé y la población compuesta por tártaros, lituanos, judíos askenazi, rusos y polacos empezó a crecer en las islas adyacentes. Desde 1300 nacieron en el castillo unos cuantos monarcas lituanos que hubieron de resistir en la fortaleza a los embates de los caballeros teutónicos.
El hermoso castillo medieval formada por una muralla con foso y una zona regia con dos puentes levadizos, fue decayendo a media que avanzaban los tiempos hasta convertirse en una prisión de lujo para nobles caídos en desgracia. Los rusos la arrasaron en el siglo XVII.
Lo que ahora se ve es, sobre todo, una cuidada reconstrucción de lo que la fortaleza fue a partir de la proyección de sus ruinas de piedra, cuadros antiguos y grabados que fueron cruciales para revivirla al detalle. A mediados del siglo pasado se completaron las cinco torres destruidas con ladrillos sobre piedra, se techaron en forma cónica con teja roja y se restauró el palacio interior por completo.
A la isla de la fortaleza de Trakai se llega bordeando la península por un camino de ronda que sigue el lago Luka y cruza dos puentes de madera que la unen con un pequeño islote deshabitado en donde un acordeonista toca su instrumento por si alguna moneda cae al gorro que ha desplegado en el suelo. Por el camino el paseante atraviesa varias aldeas, en las no falta la iglesia y cuyas casas, de madera rústicas y con tejados de uralita casi todas, sus habitantes pintan en vivos colores para dar algo de calor a los días nublados, que son mayoría en la zona, y bordea una sucesión ininterrumpida de embarcaderos en donde las barcas planas se mecen entre cañaverales y nenúfares a la espera de que alguien las interne en el lago para pescar.
El interior de feo ladrillo de la desangelada fortaleza alberga un minúsculo museo militar con algunas armaduras, cotas de mallas, escudos, espadas, lanzas y balas de cañón de piedra de la época medieval; animales disecados cazados, entre ellos un despistado tigre blanco siberiano que se debió perder por allí en aquella época, por los voivodas de la fortaleza para matar su aburrimiento; piezas de ropa, vajillas, muebles, cristalería y una colección de sellos y monedas.
Los restaurantes de la zona ofrecen la tradicional cocina tártara, lituana y karaite, un extraño grupo judío de habla turca y procedente de Crimea que dejó su impronta en la zona de Trakai y cuyo plato estrella es una variedad del zepelín que sustituye el envoltorio de pasta de patata por un panecillo. El restaurante Kibininé los ofrece precedidos de un extraño guiso vegetal en un pequeño perol sellado. La empanada es una especie de bollo relleno de carne picada o de verduras que se come mojando en una salsa o acompañado de crema agria. He de confesar que, después del éxito del zepelín, opté por no aventurarme en nuevas experiencias gastronómicas y me decidí por un aburrido y convencional salmón a la plancha mientras mis vecinos de mesa, un padre venerable y su hijo con rasgos de judíos askinaze, armenios o turcos, saboreaban esos platos de la cocina tradicional que no me atreví a probar.
Los lagos y su conjunto monumental son hermosos en días soleados, he de imaginármelo, pero también tienen un encanto misterioso en un día como el de hoy, frío y nublado. Una espesa niebla, como una humareda, brota de sus aguas tranquilas que surcan patos de todas las especies y cisnes mientras el viento agita las ramas de los árboles en un quedo susurro. Una barca chapotea lejos del castillo con su remero solitario que me quedo mirando hasta que desaparece tragado por la niebla.
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