Trogir, glamour junto al Adriático
Por José Luis Muñoz , 22 octubre, 2015
Amanece el día ventoso y soy el único huésped que desayuna en ese hotel de cuatro plantas y cuarenta habitaciones del Parque Nacional Krka. Un discreto bufet libre para engrasar el estómago. Una buena conexión a Internet para enterarme de lo que pasa en el mundo, que Croacia ha abierto sus fronteras son Serbia para aliviar la situación de los refugiados sirios y afganos, y Hungría cierra las suyas para empeorarla. Caminan miles de personas, hombres, mujeres, ancianos y niños extenuados, por caminos convertidos en barrizales, zonas inundadas y pronto tendrán que arrostrar un frío extremo que los irá diezmando mientras la comunidad internacional y la izquierda siguen sin reaccionar. Los va a matar la naturaleza y nosotros nos lavaremos las manos. Así es que me encuentro en el epicentro de una tragedia humana, quizá a pocos kilómetros de donde tiene lugar, viajando. Yo viajo por placer mientras ellos lo hacen por desesperación.
Abono mi cuenta al recepcionista y dejo el parque de Krka a mis espaldas. Busco la autopista, la A1, que me da la sensación de que no hay otra en Croacia ya que de ella salgo y entro constantemente. De trazado perfecto, firme uniforme y escasa circulación, mantengo por ella una velocidad de crucero de 100 km/h, aunque la máxima permitida es de 130, para no forzar el motor de mi coche que ya lleva andados 330.000 kilómetros desde que cayó en mis manos y está haciendo el viaje más largo de su vida a una edad provecta: quince años.
Trogir aparece a mi derecha y me desvía de mi planificada ruta hacia Split. La carretera que nace de la autopista serpentea hacia la costa con vistas espectaculares pero pocos ensanchamientos para dejar el coche en el arcén y tomar fotografías. Sobre el plácido Adriático plateado aparecen las siluetas recortadas de unas cuantas islas montañosas, triángulos aplanados.
Trogir está a orillas del mar, rozándolo. Dejo el coche en un aparcamiento, pasado un puente levadizo de tres ojos que cruza un canal, en su puerto deportivo, junto a lanchas y fuera bordas que se balancean en un mar tan azul como el cielo, y me aventuro por la población siguiendo la guía del espigado campanario, una aguja que me sigue recordando a los minaretes de las mezquitas: unos y otros, mediante campanas o por la viva voz de los muecines, sirven para llamar a la oración.
Luce el sol y la pequeña ciudad está muy animada. Recorro el paseo marítimo, cubierto de suelo de travertino y festoneado por exuberantes palmeras, y busco un restaurante para comer en una de las muchas terrazas que se alinean una detrás de otra en feroz competencia. Me apetece comer pescado al lado del mar. Una sopa, y luego el filete jugoso de un pescado acompañado de una salsa bearnesa y arroz pilaf. Para beber pido una Karlovacko de presión. El postre es una panacotta. La influencia italiana persiste en Dalmacia muchos años después de que pasara a formar parte de Croacia.
Continúo por el paseo marítimo, que es también muelle en donde han amarado enormes y lujosos veleros de tres palos, y tiene éste el aire distinguido de la Croisette. Admiro, a mi derecha, un palacete neogótico blanco que debe ser la sede de algún organismo por su empaque. En la boca del puerto, defendiéndolo de las incursiones de los piratas, se yergue una fortaleza que ahora es mirador de la ciudad. Entrar cuesta 20 konecs que pago a un aburrido muchacho sentado tras una mesa plegable en el patio de armas del castillo. Una empinada escalera me sube hasta el camino de ronda que circunvala la fortaleza militar, y una más que empinada escalera de barco al torreón hueco, en donde anidan grupos de palomas que revolotean a mi paso, desde el que las vistas sobre la ciudad, con los campanarios de sus tres iglesias sobresaliendo sobre los tejados de teja de las casas, el canal marítimo y el mar son envidiables. Un ferry de la compañía Jadrolinija, con una única pasajera a bordo que va sentada en un banco de cubierta y recibe los rayos del sol, desatraca y se hace a la mar hacia alguna de las islitas que salpican el Adriático. Un velero entra por la dársena y atraca majestuoso entre otras embarcaciones.
Después de ver Trogir a ojo de gaviota me apetece verla a ras de suelo, así es que entro en la ciudad franqueando la muralla que la rodea por completo y se conserva de forma impecable y callejeo por sus vías empedradas que tienen un aire romano. Abundan los palacetes góticos y renacentistas, sobre todo pegados a los muros protectores, integrados a veces en ellos para otear el mar desde sus ojivales ventanas y dar la orden de cerrar las puertas de la ciudad. Las puertas de la muralla parecen de la época romana. Por encima de ella asoma el campanario de la iglesia, acabado en un exágono perfecto de teja. Hay más iglesias, todas sencillas y pequeñas, románicas tardías que dieron paso al gótico, de piedra blanca de las canteras de los alrededores, como las murallas, como las viviendas.
Las calles, peatonales, son estrechas, pero de trazado rectilíneo que impide la pérdida. Abundan en ellas los comercios, las heladerías, los restaurantes y las casas de huéspedes. La piedra del suelo, blanca, se confunde con la de los edificios, creando una sucesión visual que sólo se interrumpe con el azul del cielo. La torre rosácea de una iglesia desvencijada, cuya fachada necesita una urgente rehabilitación, marca el límite de la zona peatonal de Trogir. Cojo otras calles, entonces, de forma aleatoria. Algunas viviendas conservan en sus entradas los dinteles de la época romana que han aprovechado. La puerta abierta de una casa de huéspedes me permite ver un recoleto patio interior y ropa de colores colgada de sus alambres. Hay calles tan estrechas que no permiten el cruce de dos personas; otras que son pasadizos o túneles, pero me llama la atención la pulcritud y la ausencia de grafitis en las paredes, prueba de que sus habitantes aman su ciudad. Hay arcos romanos, perfectamente conservados, y escalinatas antiquísimas que suben hasta la planta de entrada de las casas. Esa sencillez artística del interior de Trogir, con elementos romanos, románicos, góticos o renacentistas integrados en las viviendas, nada tiene que ver con la fachada exterior de su paseo, volcado al turismo. El cielo sigue siendo azul en este pueblo tallado todo el en travertino.
En la plaza de la catedral, que no puedo visitar porque la cierran en diez minutos, hay, además del espectacular y hermoso edificio religioso de pórtico románico flanqueado por dos leones venecianos, campanario gótico y techado de teja, un cuadrangular palacete renacentista, la torre del reloj que marca inexorablemente las horas y una terraza con sillas de cojines azules poco concurrida porque la gente se concentra en las del paseo que miran al mar.
En Dovan me tomo un helado de avellana y me siento a una de las mesas de su terraza a ver pasar a la gente. Una familia alemana de tres generaciones se acerca a adquirir sus helados. Los alemanes aman Dalmacia porque es soleada y tiene precios más reducidos que España, así que abundan. Los observo. La madre es bella y rubia, viste con juvenil soltura unos pantalones tejanos que ciñen sus piernas. Tardo en descubrir a su espigado marido. La hija se parece mucho a la madre y será tan bella como ella. La abuela es una mujer de setenta años, distinguida; su consorte es un tipo calvo, algo rechoncho y campechano. Hablan entre ellos y bromean mientras compran, y luego lamen los helados. Los observo con la sensación de que me estoy perdiendo algo en esta novena vida en donde viajo sin rumbo, a impulsos, huyendo de la planificación y el compromiso. Todo tiene su precio, y el de la libertad se llama soledad.
Atardece en el muelle de travertino blanco que reluce con esos últimos rayos del sol que embellecen Trogir, aunque no lo necesite. Decido pernoctar en ella aunque Split, mi próximo destino, no se halle muy distante, así es que vuelvo al interior de la ciudad, busco una casa de huéspedes en uno de los callejones y llamo. Hay mucha influencia italiana en la zona, hay descendientes de italianos que prefirieron quedarse a pesar del acoso del régimen comunista de Tito, así es que con la mujer que me abre la puerta me entiendo en italiano y por gestos, y ella me acompaña a una habitación del tercer piso, trepando por escaleras estrechas, una última planta con un pequeño balconcito desde el que contemplo la espigada torre de la catedral. Me lo quedo, a pesar de que la mujer no acepta tarjetas de crédito, y acuerdo que ella me haga el desayuno en la planta baja del inmueble, en su casa, cuando me levante a la mañana siguiente para seguir viaje.
Salgo por la puerta romana cuando el sol agoniza con un fogonazo de belleza que se refleja en las aguas del puerto y en los barcos que hay amarrados. El Petrina es uno de esos grandes y nobles navíos anclados en Trogir que puede dar la vuelta por el Adriático y asomarse al Mediterráneo. Unas nubes oscuras, de un gris plomizo, pintan el cielo y el agua del mar del mismo color, mientras la luz que las atraviesa centellea en las casas de la población. Cuando se pone el sol regreso a mi hospedaje arrastrando la maleta por ese suelo blanco que no acaba de perder su luminosidad aunque el astro rey se haya ido a dormir bajo la marina línea del horizonte.
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