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Truchas de gasoil

Por Miguel Ángel Gara , 18 febrero, 2014

Trucha de gasoilTruchas de gasoil; caracolea el sol en la mañana con la capacidad inagotable del mundo para seguir siendo el mismo sin dejar de cambiar. Círculos de invierno sobre las canchas de deporte, sobre los mercados de abastos, sobre los grupos de peatones hacia los bosques imaginarios. En los sótanos sin fin de los andenes muge el tren de la ciudad y las niñas despiertan en flor de legañas. No son los charcos recién aparecidos los que llegan al mismo sitio con puntualidad ferroviaria, tampoco es el perfume a lirios muertos del polietileno, ni la capa gaseosa que cubre el cielo de color funeral. Ni siquiera son los millones de pasos sobre las moquetas, ni el rumor mortecino de hojas tullidas en los árboles. Es el invierno con toda su potencia que se queda seco, es un febrero macilento y feble; febrero de lo blando. Tu vida y mi vida que se desliza con el lubricante de miles y miles de horas abonadas de hastío, como una pradera azul de hierbas indistinguibles. De tanto en tanto el sonido de un silbato, un clin de cristal o un cuerno inglés te hace mirar al cielo, observar la maravilla de lo inusual, el descenso de la noche sobre el día y del día sobre el imperio de la oscuridad. Nadie sabe en qué consiste la realidad, entre el cúmulo de convencionalismos, con los oscuros registradores de propiedades y banqueros con nidos de grajo en el corazón y almidón en el hígado. La poesía existe para expandir el mundo, o mejor, para darse cuenta de su expansión.

Wittgenstein decía que la realidad es el conjunto de las cosas que se dan y (eso se olvida frente al espejo) de las que no se dan, pero en nuestras miras angostas, parecidas a ataúdes atados sobre motocicletas, atisbamos de cuando en cuando la arista de lo increíble como una telaraña de sueños ante el devenir. La maravilla es una serotonina incomprensible. Su déficit traducido a la imposibilidad y al corte de muñecas imaginarias.

Podríamos como fórmula secreta, como suave imperativo recortado en el cielo, darnos a lo imprevisible, como si nos diéramos a la bebida. Un avión explora lentamente el sinfín del horizonte con capacidad infinita de reencuentro. Unos ojos inmensamente verdes exploran las opciones de libertad, durante una milésima, la mirada es un pájaro absurdo y necesario que vuelve al refugio del vacío.

Pero vamos a concentrarnos en lo que se ve. La carta robada de Poe es la metáfora exhaustiva de lo que ocurre. Lo tenemos delante, como el árbol tiene delante el crepitar de la existencia. Otra cosa es verlo.

Estas columnas que aquí empiezan se llamarán (se llaman) Truchas de gasoil. Una imagen para ilustrarlo: de niño yo observaba los charcos que volvían siempre al mismo sitio tras la lluvia de mi barrio, pequeños océanos en que los críos bogávamos con democráticos chillidos. Entre el agua exhaustivamente oscura la bencina de la gasolinera cercana, el iris de lo sucio: la trucha de gasoil.

La locura de la lluvia sobre los crisoles abiertos de la imaginación, en las noches la posibilidad de la entrada a lo inaudito, a lo que no vemos y está ahí, para detener, aunque sólo sea por un latido de corazón a los zombis del dinero, los cadáveres hiperactivos que convierten la cálida imprevisibilidad del mundo en el metal frío de sus interminables planes de codicia.


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