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Último round

Por Carlos Almira , 20 julio, 2017

Hay, creo, un paralelismo entre la carrera de un escritor, y en general, de un artesano del oficio que sea, y la de un deportista (un boxeador). Este paralelismo, sin embargo, no se fundamenta en la naturaleza de sus actividades respectivas, sino que es un signo más de nuestro tiempo. En efecto: en la medida en que la actividad del escritor y la del boxeador poseen un valor de mercado, como puras mercancías, es lógico que la trayectoria, el destino de uno y otro tiendan a converger, aunque por la naturaleza de sus actividades esto no debería ser así. Me explico.

El boxeador profesional gana y pierde combates. En esta medida, encuentra patrocinadores y asciende o decae en su carrera. Ahora bien: esta carrera, además de su talento y de la suerte que la acompañe, dependerá en última instancia, de un proceso natural que él no puede revertir: el paso del tiempo, el envejecimiento y el declive inexorable de sus fuerzas, que deben apartarlo tarde o temprano, de su profesión de boxeador, es decir, de los combates, de los empresarios y del público que forman la urdimbre de este mundo. Boxear es una actividad económica cuyo producto tiene una caducidad y, en este sentido, se acomoda bastante bien a la lógica de lo nuevo, y a la circulación de las mercancías que debe presidir el intercambio en el mercado. Un boxeador inmortal, que ganase siempre todos los combates y que no envejeciese nunca, sería algo tan anómalo como pernicioso para el mercado. Es cierto que, con los años, el boxeador también ganará saber y experiencia en su oficio, pero esto se verá contrarrestado por la pérdida de su condición física y su juventud. Afortunadamente para el mundo empresarial del boxeo.

¿Y el escritor? El escritor también envejece como mercancía. Cada libro nuevo que publica, y que no obtiene un éxito inmediato, lejos de abrirle posibilidades, le cierra cada vez más puertas. Le convierte en un valor amortizado para el mundo editorial y el público, que como el mundo del boxeo, en un sistema económico como el nuestro, necesita apostar siempre por lo nuevo, por lo último. Al igual que el boxeador, o el futbolista, el escritor, si es profesional y honesto con su oficio, debe ganar con el paso del tiempo y el trabajo continuado, en experiencia y saber hacer. Y aunque puede darse el caso de que su mejor libro sea el primero, lo más normal es que conforme avance en su carrera, pueda ofrecer mercancías, libros, cada vez más valiosos. Con la diferencia, respecto al boxeador, que, antes del declive último de la vejez o la enfermedad, el escritor no se verá impedido, sino más bien potenciado, por el paso del tiempo, y por la pérdida de la juventud, que en su caso es la superación de la bisoñez.

La suerte de ambos en nuestro mundo tiende, sin embargo, a ser la misma. Salvo honrosísimas y heroicas excepciones, los editores, como los empresarios deportivos, no apostarán por boxeadores maduros ni por autores que ya hayan publicado varios libros, sin un éxito fulgurante. Los irán arrinconando, con una mezcla de indulgencia y asco. Los primeros acabarán como entrenadores, o peor aún, como fenómenos de feria o seres destruidos. Los segundos, como jurados ocasionales en algún premio literario municipal.Como escritor que soy (incluso como escritor de artículos como este), hace tiempo que tengo asumido esto. Pero hay una parte, la más importante a mi juicio, por desvelar, que escapa al sistema (como la felicidad escapa al destino).

El verdadero artista, ya sea en el boxeo o en las letras, crea según vive. Su arte es toda su vida, aunque no pueda vivir de él. En su oficio se deslinda el estar vivo como cualquiera, y el vivir como sólo él puede hacerlo. Y seguirá siendo boxeador o autor aun en su desgracia, hasta que su vida se cumpla sin remedio, hasta el último día.

En este sentido, no hay que compadecerles (compadecernos). Todo artista aspira en el fondo a vivir. Aprende un oficio y ve que, la intensidad con la que vive cuando crea no está, por lo general, en la vida común. Aspira, pues, a trastocar la vida ordinaria, ya sea en el ring o en la obra impresa. Vivir con mayúsculas es estar, de un modo u otro, contra el mundo. El boxeador contra su público; el escritor contra sus lectores. Contra lo que hay en ellos de pseudo-vivir.

Hay un cuento inolvidable de Onetti, en que un boxeador viejo acepta amañar su última pelea y perderla en favor de un joven y prometedor valor. Pero de pronto, cuando se ve en el ring, decide ganar. Quiero recordar que muere por esto, pero es posible que me equivoque. Quizás también me equivoqué hace años, y debí ser ese boxeador.

 

 

 

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