Un viajero de paseo por Trujillo
Por Víctor F Correas , 6 febrero, 2014
El viajero, que es de naturaleza curiosa, detiene el coche. El sol cae a plomo sobre la carretera, cuyo asfalto hierve. Pero no puede evitarlo: la vista le cautiva. Asentado sobre una enorme masa granítica, canchal que llaman por estos pagos, el caserío de Trujillo se desparrama lánguido por la extensa llanura. Allá, en lo alto, altiva y serena, vigila su alcazaba. El viajero se encoge de hombros y respira fuerte deseoso de que se le pegue algo de la grandeza que transpira esta tierra que antaño pariera hombres que dominaron el mundo. Porque Trujillo es romana de origen pero de gloria medieval. Alfonso VIII logró tomar la villa allá por el año 1186, aunque diez años después pasaría a manos almohades para que, en en 1232, las órdenes militares la incluyeran de manera definitiva bajo dominio cristiano. Cosas de la historia.
La historia, que aquí se escribe con mayúsculas. Si por algo destaca Trujillo es por la fama que le dieron aquellos que partieron para forjarse un nombre y una leyenda en tierras colombinas. Trujillo es García de Paredes, es Francisco de Orellana, es Nuno de Chaves; es Francisco Pizarro. Y el viajero se pregunta cómo demonios un lugar tan pequeño fue capaz de parir tanta muestra de valor, de coraje y de valentía; también de crueldad, envidia y ansia de poder. De todo hay en la vida. Dios dispone y el hombre predispone.
Al llegar a su Plaza Mayor, el viajero se detiene. Es hermosa e inmensa, así que busca refugio bajo uno de los soportales. Al abrigo de la sombra, la observa mejor. El bullicio es considerable; enfrente, en otros soportales, resuenan las voces procedentes de muchas terrazas en las que los turistas alivian su hambre y su sed. Incluso algún valiente, se atreve a cruzar la plaza desafiando al sol que ahora no brilla, más bien ruge. Las escalinatas de piedra, la verja que las rodea, la disposición de las casas conformando diversas alturas… Todo le impresiona. También asoman orgullosas la iglesia de la Sangre y la de San Martín de Tours. La primera, barroca; la segunda, de estilo gótico-renacentista. Y en el centro de la plaza, capitana con mando en plaza, la estatua de un tipo que un buen día se hartó de conducir piaras de cerdos y decidió marcharse a las Américas para conducir otras piaras con la misma hambre de gloria que la suya. Su cuerpo permanece enterrado en la catedral de Lima, pero su alma mora eternamente por las calles, callejones y sombras de este Trujillo al que dio gloria y honor ese porquerizo llamado Francisco Pizarro.
Paso a paso, Trujillo rezuma gloria; huele a linajes: Chaves, Bejarano, Orellana, Añasco, Tapia… De recordar tanta gloria al viajero le ha entrado hambre. Y como por estos lares le han dicho que existe un lugar donde no se hace nada mal, hacia allá encamina sus pasos. Una caldereta de cordero regada con buen vino de la tierra y de postre, un flan. Cuando regresa a los soportales la calorina ya es importante, pero en peores se ha visto. Así que, ni corto ni perezoso, se atreve con las empinadas cuestas que ascienden a la alcazaba. A mitad de camino le da por recordar, a modo de distracción, una canción que por estos pagos se canta el domingo de Pascua, cuando se festeja la llegada del buen tiempo y el ciclo natural de la renovación:
“Trujillo por las pascuas yo no sé lo que parece,
ay, chirivi, chirivi, ay, chirivi. chirivi, chon.
Que vienen los forasterios y se encocan como peces.
Ay, chirivi, chirivi, chirivi, ay, chirivi, chirivi, chon”.
El viajero no tiene voz, pero como no le escucha nadie no tiene por qué avergonzarse. Faltaría más. Mientras sube y deja atrás calles (Cambrones, Alhamar, Santa María, Gargüera, Palomas, La Alberca...), los siglos caen. El XVI quedó atrás, y ahora desfila ante sus ojos una variada muestra de la arquitectura del XIII, sin olvidar algún que otro resto paleocristiano del siglo IV que todavía pervive al paso del tiempo. Y se alegra de que el recinto amurallado trujillano mantenga aislado tal conjunto de joyas abigarrado y protegido por almenas, lienzos, torres y espigones. Al fin, cuando levanta la vista, la ve: la alcazaba árabe, del siglo X, le está esperando.
Cuenta la historia, que para eso el viajero se la ha leído de cabo a rabo, que dicha construcción posee características propias del califato cordobés. Incluso tal era su inexpugnabilidad que el judío Samuel Levi, tesorero del rey Pedro I, la escogió como lugar donde guardar las riquezas de la corona. El viajero no pierde la ocasión de pasear por su parte superior. Oteando el horizonte su vista se pierde en un mar dehesas y bosques de encinas cuyas copas lame la luz del atardecer.
El viajero, que desea regresar a su lugar de referencia antes de que las estrellas cuajen el cielo, encamina sus pasos hacia la Plaza Mayor de Trujillo. Atrás queda una villa eterna e inmutable. Se lleva consigo el recuerdo de una tierra que, a diferencia de lo que decía Ortega y Gasset, ha dejado, deja y dejará algo más que un reguero de polvo en el camino de la historia. Eso, seguro.
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