Una de zambombazos, presidentes de todo pelaje, y una perrita a la que asaron viva
Por Víctor F Correas , 3 noviembre, 2015
Se fueron los Santos, con ellos sus festividades, y todo regresa a la normalidad. Este tres de noviembre da fe de ello. La cosa tiene su enjundia.
A saber: una de citius, altius, fortius, un zambombazo que casi se llevó por delante a toda una ciudad, y presidentes recién elegidos de todo pelaje. El zambombazo fue el que pegó el barco de vapor Cabo Machichaco, que a las cinco de la tarde de tal día como hoy hace ciento veintidós años arrasó buena parte de Santander. Ya anclado en el puerto, se produjo un incendio a bordo. Entre la carga, cincuenta y una toneladas de dinamita de las que no se dio parte oficial hasta que no quedó más remedio. Material más que suficiente para una desgracia. Que llegó, como suele pasar. Marinos y bomberos se afanaron durante horas en apagar las llamas, y conforme pasaban más curiosos se sintieron atraídos por el suceso. A la hora mencionada eran centenares los que asistían al incendio desatado en el puerto de la ciudad. A las cuatro, las autoridades se llevaron las manos a la cabeza: ya sabían lo de la dinamita; y a las cinco, llegó el petardazo. No hubo tiempo de desalojar al gentío. El resultado: quinientos noventa muertos y unos dos mil heridos, los edificios más cercanos al puerto hechos fosfatina, y los cristales de toda la ciudad volando por los aires. El incidente aún se recuerda en Santander –por entonces su población no era superior a los cincuenta mil habitantes-. Y más que se recordará cuando vea la luz lo que mi compañero Armando Rodera tiene entre manos. Merece mucho la pena, ya lo advierto.
Decía antes que presidentes, este día, hubo unos cuantos: Bill Clinton sucedió a George Bush padre hace veintitrés años; Lyndon B. Johnson renovó mandato hace cincuenta y uno; y Salvador Allende sucedía a Eduardo Frei en la presidencia de Chile hace hoy cuarenta y cinco años.
Por lo demás, hoy hace doscientos siete años de la entrada de Napoleón en España junto a unos doscientos cuarenta mil soldados –soldado arriba, soldado abajo- para restablecer a su hermano José I en el trono de España. El asunto acabó de aquella manera para Monsieur, que recordaría su peripecia española durante toda la vida.
Y, a lo grande, Enrique VIII obligaba a la iglesia de su país a reconocerle como máxima autoridad eclesiástica tal que hoy hace cuatrocientos ochenta y un años. Cosas que pasan. El Papa Clemente VII se negó a concederle la nulidad de su matrimonio con Catalina y Enrique VIII dijo que muy bien, que Roma se la traía al pairo, y a partir de ese momento a quien había que obedecer era a él y no al Papa. El Parlamento se vio obligado a aprobar el “Acta de Supremacía”, que legitimaba la regia decisión, y desde ese momento Enrique VIII pasaba a ser la cabeza de la nueva Iglesia Anglicana, separándose de la Iglesia Católica. Y todos, chitón. Pues eso, cosas que pasan.
¡Ah! La de citius, altius, fortius, que se me olvidaba. Hoy hace cincuenta y ocho años dejó de ladrar una perrita llamada Kudryavka, aunque los que la lanzaron al espacio decidieron llamarla Laika. Lo conté hace un año por estas fechas, y hoy lo recupero.
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