Una hora antes del mediodía para el armisticio
Por Víctor F Correas , 11 noviembre, 2014
Las once de la mañana marca el reloj de Ferdinand Foch. Es 11 de noviembre de 1918.
Antes echó un vistazo al exterior a través de los cristales de un ventanal del vagón de tren en el que se encuentra. Hace frío. Las rachas de viento agitan de cuando en cuando la estructura del vagón 2419-D. Es un vagón de lujo fabricado por la Societé General Des Atliers de Saint Denis y forma parte de un convoy destinado al alto mando que con el tiempo se ha reconvertido en despacho y sala de reuniones. Las once y dos minutos, vuelve a mirar su reloj Ferdinand Foch, mariscal de Francia y comandante supremo de los aliados. En el exterior parece haberse calmado el viento. Vuelve a mirar a través de los cristales y el bosque de Compiègne, a 90 kilómetros de París adquiere un brillo especial. Será el sol, que tan pronto se oculta como sale, será él, que ahora ve la vida con otros ojos. Los ojos del ganador. Y también los de una persona tranquila que por fin respira. Todo está a punto de acabar.
Echa la cortinilla y suspira. Tiene unas enormes ganas de terminar con todo esto. Y todo esto es la locura que ha sembrado Europa de muerte y destrucción durante los últimos cuatro años. Todo está a punto de terminar allí, en un lugar relativamente tranquilo, no muy alejado de uno de los frentes donde alemanes y franceses han sangrado a conciencia a sus respectivos pueblos. Comentarios, voces, murmullo. Eso es lo que escucha Ferdinand Foch en el interior del vagón. 11 de la mañana y tres minutos. Una maravilla, sin duda. El vagón, claro. Revestido de madera de teca y dotado de amplias ventanas, como por la que atisbó el paisaje minutos antes. Nada que ver con el barro de las trincheras, la pegajosa mortaja que envolvió y aún envuelve a los cientos de miles de soldados que enterraron sus ilusiones, sueños y miserias en una refriega que no iba a pasar de tres semanas. Y ya va para cuatro años. Hasta hoy. Claro que frente frente, lo que se dice frente, poco ha pisado él, así como tampoco ninguno de los allí presentes. Cosas de la guerra, de lo que mandan al matadero a los que están predestinados a ello. Él no, desde luego. Es el Mariscal de Francia. Y ya son las once y cinco de la mañana. Va siendo hora de dar por concluido el trago. No tanto por el sino por los alemanes. Al fin y al cabo ellos empezaron esta locura. Son culpables de demasiado sufrimiento. Por un poco más que sufran…
Y ellos son el almirante Alfred von Oberndorff, del ministerio de Relaciones Exteriores y el general von Winterfeldt Detlof. Con ese casco. Ahí, ese toque prusiano. Si lo viesen sus soldados… Otro que se marcha de rositas también. Pero si todo esto es para poner fin a tanta carnicería, a las nubes de gas asesinando silentes a millares de vidas de un plumazo; si se trata de que nunca más haya más Verdun, Somme o Marne, todo estará bien empleado. Ferdinand Foch observa al jefe de la delegación alemana, Matthias Erzberger, que está algo nervioso. Quiere firmar ya. Vuelve a echar un vistazo a su reloj. Habrá que ir acabando con este trámite. Porque no es más que eso, un mero trámite. La guerra ya acabó y es tiempo de devolver la paz a Europa, de devolverle los mejores años de su historia y de volver a ver el sol. Eso sí, con Alemania atada de pies y manos. Mucho mejor. Que es Alemania. Y nunca se sabe. Las pocas hostilidades que aún queden callarán para siempre y Alemania se compromete a retirar de inmediato sus tropas de Francia, Bélgica. Luxemburgo y Alsacia-Lorena; entrega de material diverso ―cañones, ametralladoras, morteros, locomotoras…―; al internamiento de su flota y a la renuncia de los tratados de Brest-Litovsk y de Bucarest. Eso es lo que aparece en los papeles que están a punto de ser firmados por los representantes alemanes. Lo que debe rubricar Matthias Erzberger en presencia del contraalmirante inglés George Hope, del almirante Sir Rosslyn Wemyss y del oficial naval Jack Marriot.
Erzberger firma. Foch respira. Se acabó. Ya no habrá más guerras en Europa ni tampoco en el mundo, que ya estamos todos bien escarmentados, cavila. Algún apretón de manos y saludos fríos. El Mariscal echa un vistazo al vagón. Ya ha cumplido su servicio. A saber a qué se destinará ahora. Total, nunca más se volverá a utilizar. Alemania está acabada. Al fin habrá paz en Europa. Para eso se acaba de firmar.
Eso piensa Ferdinand Foch. Ingenuo él.
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