Una hostia espacial bien dada
Por Víctor F Correas , 4 octubre, 2014
Ganas de joder, de dar una hostia bien dada, con ansia, o sencillamente de demostrar que se podrá carecer de menos medios -en apariencia- o poseer una tecnología no tan desarrollada -también en apariencia-, pero cosas así están a la orden del día. Y ya lo estaban por entonces.
La Guerra Fría, en lo que a tecnología se refiere, fue una deliciosa carrera entre dos vecinos antagónicos y mal avenidos pero que disfrutan chinchándose mutuamente. El ‘y yo más’ fue el leit motiv con el que, cada vez que podían, restregaban al contrario sus logros y hazañas. El mundo contenía la respiración en cada paso, en cada escalada, siempre temiéndose lo peor, y luego respiraba silencioso, relajado; incluso se maravillaba por algunos de los avances conquistados. Al fin y al cabo, aunque unos y otros estuvieran enzarzados en sus miserias, lo logrado suponía un avance para la humanidad.
Por eso cuando aquel 4 de octubre de 1957 una bola de aluminio de 83 kilos de peso surcó los cielos de Tyuratam en dirección al espacio, el corazón de millones de rusos se encogió. Su ‘compañero de viaje’ volaba hacia las estrellas. Primer golpe de la URSS a su enemigo del oeste. Zas, en toda la boca. Aquí estoy yo. Poco importó que el Sputnik I desapareciera incinerado mientras caía a la Tierra 92 días después de su lanzamiento. El golpe, el inmenso golpe, ya estaba dado. Tras él vendrían más hermanos -el siguiente Sputnik, el II, transportaría a la perrita Laika- hasta que llegó el momento de que un hombre viera con sus propios ojos lo que el universo ansiaba mostrarle. El honor correspondería a Yuri Gagarin.
Pero eso ya son otras historias que no ocurrieron un 4 de octubre.
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