Uno de héroes sin villanos…
Por Alfonso Vila , 29 enero, 2014
Primera parada. ¿Qué hacen nuestros vecinos?
A mitad del siglo XVIII, concretamente en 1755, tenemos en Portugal un hecho terrible: el terremoto de Lisboa. Aquel suceso, verdaderamente espantoso (eso es innegable), fue visto por amplios sectores de la iglesia de ese país (sobretodo por los Jesuitas) como un castigo de Dios. En esto la iglesia portuguesa actuó como solían hacerlo todas las iglesias y todas las religiones del mundo: achacar los desastres naturales a los pecados humanos es algo tan viejo como el hombre. Pero en este caso, a esto se le unió el afán particular de algunos sacerdotes (no de todos, desde luego) de utilizar la confusión, el dolor y la angustia del pueblo, ya desde los instantes inmediatos al terremoto, cuando las casas aún ardían y los muertos se apilaban bajo los escombros o flotaban en el mar (al terremoto le siguió un maremoto, con la particularidad que muchos habitantes de Lisboa se habían refugiado en el puerto, con lo cual el maremoto provocó otra matanza enorme), para criticar la labor política de determinados ministros ilustrados. Y hay que decir que tal actitud, principalmente propagada por algunos Jesuitas, les resultó del todo contraproducente: El marqués de Pombal nunca les perdonó semejante hostilidad y en cuanto pudo se vengó de ellos haciendo que el rey los expulsara del país.
¿Y en Francia? Pues en Francia tenemos otro hecho terrible pero también, por momentos, muy brillante: la Revolución Francesa.
¿Cuál fue la postura de la iglesia francesa ante semejante hecho? Desde luego, la mayoría de la iglesia, como pilar del Antiguo Régimen que era, se puso de parte del rey. Pero dentro de la iglesia también hubo figuras que desafiaron la corriente general, que se pasaron de bando, que comprendieron que los viejos tiempos acababan para siempre (y en este caso es cierto: pese a serios intentos, como por ejemplo el reinado de Carlos X, el absolutismo en Francia no se restauró nunca) y que se pusieron a la cabeza de la Revolución, al menos mientras la revolución no descarrió en la vía del radicalismo violento. Nos referimos, entre otros, al Abate Sieyés y al obispo Henri Gregoire.
El primero es de sobra conocido. Fue autor, entre otras cosas, del famoso panfleto revolucionario ¿Qué es el Tercer Estado? y uno de los inspiradores de la Asamblea Nacional. Pero lo que más me interesa resaltar aquí es el hecho de que rechazara sentarse con los otros miembros del clero, convocados a los Estados Generales, y en su lugar optara por sentarse con los miembros del Tercer Estado, un gesto que ya era un desafío en sí mismo: nunca un miembro del clero convocado a unos estados generales se había sentado en otro sitio que en los asientos reservados para los que su estamento (y hay que recordar que entonces, y así lo pretendía el rey, el voto no era individual sino por estamento: el clero se sentaba unido y votaba unido).
Y el caso del segundo es, aunque menos conocido, igual de interesante. Henri Gregorie, entonces aún abate, fue el primer miembro de la iglesia francesa que juró la Constitución Civil del Clero, que fue rechazaba por todos los obispos y por la mitad de los sacerdotes de Francia y declarada, como no podía ser menos, “herética, sacrílega y cismática” por el Papa Pio VI. Además de eso, y por si fuera poco, podríamos decir, era un republicano convencido, que lanzaba frases furibundas contra la monarquía (como por ejemplo: “Los reyes son a la moralidad lo que los monstruos a la naturaleza”), que propuso a la Convención, no sólo la abolición de la monarquía, sino también llevar a juicio a Luis XVI (cosa que consiguió, como es sabido, aunque hay que decir que no estaba presente en la votación que condenó a muerte al rey), y que se ganó a tantos enemigos dentro de la iglesia que, muchos años después, en el lecho de muerte, el arzobispo de París se negó a administrarle los últimos sacramentos, y después, ya muerto, tampoco quiso darle cristiana sepultura. Pero no sólo dentro de la iglesia tenía enemigos… Ya en plena revolución se enfrentó a Robespierre. Luego hizo lo mismo con Napoleón. Y cuando se produjo la restauración borbónica le acusaron de ser uno de “los asesinos del rey”. Pero lo que nos importa ahora es su postura frente a su propio grupo, el clero, un estamento, no lo olvidemos nunca, privilegiado dentro del Antiguo Régimen.
Así pues, podemos ver que en un momento histórico excepcional, en un momento en que todos tienen que tomar partido por un bando o por otro, hay algunas personas que se apartan de lo que “deberían hacer” para hacer lo que piensan que deben hacer. Son pocos, pero los hay.
Otro ejemplo… Avancemos en el tiempo, un poco, muy poco en términos históricos. Usemos la brújula y el cartabón y bajemos al sur. Los Pirineos son algo más que una barrera natural. Vamos a la España de la Guerra Civil…
La Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero es un documento fechado el 1 de julio de 1937. Estaba redactada por el cardenal Primado de Toledo Isidro Gomá y respondía, previa petición directa de Franco, al intento de difundir al resto de la comunidad cristiana “las verdades” de la Guerra civil Española (o dicho de otro modo: por qué la iglesia española en bloque, apoyaba al Bando Nacional y por qué todos los cristianos del mundo debían hacer lo mismo). Bien, al menos esto es lo que se enseña en los libros de historia de este país destinados a la educación de los adolescentes (por ejemplo, libros de historia de 4º de ESO). Al menos en los libros en los que se menciona esta carta y, por ende, el papel de la iglesia en la Guerra Civil.
Pero nótese que he utilizado unas cursivas unas líneas más arriba. En bloque… La iglesia en bloque… Eso da a entender que la firmaban TODOS LOS OBISPOS.
Pues no… No están todos. Hay uno que falta. Uno que no quiso firmar: el arzobispo de Tarragona y Cardenal Francisco Vidal y Barraquer.
Y no quiso firmar no porque no conociera de sobra la persecución roja (él mismo había estado a punto de ser fusilado por unos milicianos al principio de la Guerra Civil, y había visto como moría su obispo auxiliar, Manuel Borrás, que no había tenido tanta suerte), sino porque creía que aquella carta era un instrumento de manipulación propagandística por parte de Franco y que, en medio de una Guerra Civil, la iglesia española, como iglesia de todos los españoles, debía no decantarse de modo excluyente por una de las partes beligerantes. Por estas ideas Franco le prohibió regresar a España una vez terminada la guerra civil (después de ser salvado “in extremis” de ser fusilado, el gobierno de la Generalitat consiguió evacuarlo a Italia, donde pasó el resto de la guerra), e incluso presionó para que los Papas Pio XI y Pio XII le obligaran a renunciar a sus cargos. En este caso Franco no se pudo salir totalmente con la suya. Los Papas no accedieron a su petición. Y eso que Franco se lo tomó tan a pecho y se puso tan pesado que, al final, hasta el mismo Cardenal Gomá se molestó. Pero, pese a todo, el obispo de Tarragona nunca pudo volver a su sede. Murió en 1943. Él quería, ya que otra cosa no era posible, al menos ser enterrado en su tierra. Pero sus restos no fueron trasladados a España hasta 1978.
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