Varna, a orillas del Mar Negro
Por José Luis Muñoz , 23 octubre, 2016
El desayuno en la casa de huéspedes de Tryavna es de los mejores, y hacerlo junto a los leños chisporroteantes, ante de la chimenea tiene su encanto. Son frioleros los búlgaros, piensa Ulises, que el 21 de octubre va con camiseta de manga corta, mientras paladea un zumo de naranja, bebe a pequeños sorbos un café de cafetera de toda la vida y unta mantequilla en una tostada para, a continuación, ponerle mermelada de frambuesa.
Para ir a Varna, al mar Negro, hay que hacer una buena tanda de kilómetros y pasar por las carreteras del día anterior en sentido opuesto. El Skoda se porta bien. Veinticuatro horas después, encuentra a la gitanilla en cuclillas en la misma intersección de carreteras del día anterior, un buen lugar para que se detengan los coches, y se le pasa por la cabeza a Ulises detener el suyo, subirla a su Skoda y que le lleve a su casa para pegarle un tiro a su padre, si es que lo tiene esa chiquilla de catorce años. Lo deja para la literatura. Material almacenado en su cabeza para un posible relato o para insertarlo, como historia secundaria, en una novela negra búlgara. ¿Y la griega? ¿La del sicario, la sirena fatal y el cocainómano que no paga sus deudas? ¿Y el taxista suicida? ¿Dónde lo mete?
No hay dinero público en Bulgaria. O no lo hay para asfaltar decentemente esas carreteras secundarias que parecen retales de ropa de tan parcheadas que están. No hay dinero, tampoco, para pintar la línea central divisoria. Tampoco importa mucho. Los conductores búlgaros no son muy observantes con las normas de circulación, así es que cuando ven una línea continua, que hay la en algún tramo, adelantan; cuando ven que está prohibido adelantar, adelantan; cuando viene un coche en dirección contraria, adelantan. El taxista suicida de Atenas se sentiría muy cómodo por las carreteras búlgaras.
Cuando anochece, sobre las seis de la tarde, Bulgaria le pone una autopista para que haga los últimos cien kilómetros y Ulises pisa a fondo el acelerador hasta que la aguja roza los 130 kilómetros hora. Varna, la tercera ciudad de Bulgaria tras Sofía y Plovdiv por número de habitantes, el más importante resort turístico del Mar Negro, aparece entonces, al lado de un puerto mercante, a orillas de ese mar casi cerrado.
El Hotel Panorama no puede tener otro nombre. Se asoma al Mar Negro ese cuatro estrellas que está situado en donde acaba el puerto y empieza el larguísimo paseo marítimo que bordea una amplia bahía en forma de herradura. Huele a mar de una forma más intensa, y Ulises lo achaca a que el Negro es un mar casi lago. Deja las maletas en la habitación y va raudo a pisar la arena finísima de la playa y sentir en la piel el roce de la brisa marina antes de que se haga por completo de noche. Los focos de un complejo de piscinas al lado del arenal le alumbran como si fuera de día y se acerca adonde rompen con moderada furia las aguas de ese mar. Hay una hilera de barcos anclados en lontananza que no se mueven.
Cuando se hace noche cerrada, entra en un bar de playa cubierto y pide un mojito. No saben hacerlo. No tienen lima, así es que emplean limón. Parecen tener restricciones de azúcar, ya que le sabe hasta salado (¿será el hielo picado de agua marina?). Se pregunta, mientras lo remueve con la pajita, dónde está el ron. Buscó un Bloody Mary en la carta de cocteles alcohólicos, pero no lo encontró. Un Bloody Mary habría estado más de acorde para beber en Varna, en donde Bram Stoker sitúa uno de los episodios de su Drácula, el romántico caballero de la noche inspirado en el terrible Vlad el Empalador a cuyas tierras se dirige Ulises.
La habitación del hotel Panorama es espaciosa. Tiene mueble bar, plasma, escritorio con espejo y moqueta en el suelo. Hace tanto calor, por la calefacción, que abre la puerta del balcón para que se refresque el cuarto con la brisa marina. Duerme como un bendito. Las cuatro horas de conducción le pasan factura en el cuerpo. Así es que cierra los ojos y deja que la nana marina y el ruido del chapoteo de los nadadores de la piscina de abajo, al lado de la playa, le lleve a sueños agradables.
El desayuno en el Hotel Panorama es de los mejores, pero hace un calor insoportable en el salón y no se explica cómo hay huéspedes con jerséis y bufandas desayunando. El zumo de naranja está bien; el café, más que aceptable; pesca un cruasán, unos bollitos rellenos de confitura de frambuesa y unas bolas de coco.
No hay nada mejor que ver una ciudad sin plano que te guíe, piensa Ulises, porque el plano que le dan en el hotel lo tira en la primera papelera que encuentra. Da unos pasos por ese paseo marítimo de Varna que sigue la costa y es, al mismo tiempo, un parque impresionante, el pulmón verde de la ciudad con enormes árboles, parterres de césped y pistas para bicicletas, y lo abandona cuando ve el indicativo de unas termas romanas a solo quinientos metros que, en realidad, son mil quinientos. Deja el mar a su espalda y se mete por calles destartaladas con aceras levantadas, casas abandonadas y otras de fachadas desconchadas hasta que encuentra otro indicativo que le hace girar a la derecha y otro a la izquierda que le sitúa antes las termas en la confluencia de las calles San Stefano y Kham Krum.
Aunque no quede nada en pie, o poca cosa, el espacio de las termas es sencillamente impresionante, y con imaginación Ulises recrea toda sus salas, empezando por el vestibulum, siguiendo por las letrinas, en la parte baja del recinto, en donde los patricios romanos de la antigua Varna, llamada entonces Odessa tras ser desalojados de la ciudad hunos y eslavos, asentaban sus posaderas mientras hablaban de negocios, política, mujeres o efebos, para luego desplazarse al apoditeria, en donde se desnudaban; practicaban deportes en la basílica thermarium; y, por último, pasaban por el frigidarium, en donde se sumergían en baños de agua fría, y el caldarium, agua caliente. El espacio de 7.000 metros cuadrados, una de las termas romanas más grandes de Europa después de las de Caracalla, Diocleciano y Trevira, del que se conservan unos pocos arcos y alguna pared de ladrillo, es un rompecabezas de columnas y fragmentos de mármol tirados en el suelo (hasta hay un arco entero) para los que no hay tiempo ni dinero para ubicarlos en su lugar correspondiente.
Sin buscarlo, por callejas de mala muerte estrechas y entre casas desocupadas o pobretonas, después de topar con una iglesia de culto armenio, muy austera por fuera y por dentro, descubre, de repente, el centro esplendoroso de Varna que le depara una enorme sorpresa. Ese centro peatonal ocupa un buen número de hectáreas que van desde la catedral al mar, atravesado en su parte inferior por ese paseo marítimo parque. Hay unas seis calles peatonales que se cruzan y Ulises sigue una que asciende, pasa por el regio edificio de la ópera, de paredes color salmón con columnatas, balconadas y puertas y ventanas blancas, sencillamente exquisito. En sus aledaños, dos chicos de doce años interpretan una música de raíces turcas con tambor y una gaita estridente. Es en la música, precisamente, en donde es más evidente la impronta que dejaron cuatrocientos años de dominación otomana en el país, hasta el punto que es muy difícil diferenciar la música melódica búlgara, con voces femeninas forzadamente agudas, como las hindúes o las gitanas, de la turca. Pero Varna, precisamente, es la ciudad menos otomana de Bulgaria: los turcos solo estuvieron 200 años y fueron sustituidos por ocupantes rusos y en su honor la ciudad se llamó Stalin en 1950, dudoso honor piensa Ulises, feroz anti estalinista.
Sigue ese paseo y deja atrás casas pintadas en color pastel, algunas que dañan la vista (hay una de un verde indefinible que le llama la atención) y otras sencillamente despintadas que precisan un arreglo urgente en su fachada. Cuando llega por ese paseo a la plaza Cirilo y Metodio, en donde está la catedral del siglo XIX de la Asunción de la Santísima Madre, se pregunta al traspasar la puerta de ese enorme edifico eclesiástico con cinco cúpulas de forma bulbosa recubiertas de cobre y estaño y altas paredes si es de confesión católica u ortodoxa. Ortodoxa heterodoxa, si se le permite el juego de palabras a Ulises, puesto que le dejan hacer toda clase de fotos y videos, y además hay tres sacerdotes en la iglesia con sotana y aspecto de modernos (uno lleva el pelo largo recogido en coleta) que no parecen popes sino curas. Pero lo que le llama la atención a Ulises es que dentro del templo, frente a su altar oculto, hay una especie de bufet frio tipo desayuno de hotel, y los feligreses y los curas se están dando un gran festín mientras beben tazas de café. Había visto Ulises repartir sopa en los claustros de las iglesias anglicanas del Reino Unido, pero nunca un banquete en el interior de una iglesia, y menos ortodoxa. Tentado está de acercarse a coger uno de esos apetitosos bollos rellenos que están comiendo las beatas, haciéndose pasar por búlgaro, pero la cámara de fotos le delataría.
Ese interior, el de catedral de Varna, a imagen y semejanza de los templos ortodoxos rusos de San Petersburgo, es uno de los que más impactan al viajero por su belleza desde que ha emprendido este viaje. Un retablo de madera negra enmarca una serie de cuadros de ángeles y santos y medallones; del techo cuelgan, de cadenitas, incensarios dorados; las enormes arañas de candelabros de las dos naves laterales también son negras mientras que la de la nave central es de plata; paredes y columnas están pintadas con frescos sin dejar un hueco libre; en las pinturas de las cúpulas predomina el azul celeste y la central la preside un Pantocrátor; hay iconos preciosos como uno en el que aparecen un grupo de santos tras una muralla, todos barbados y vestidos con hábitos de monje y con las aureolas de santidad en exquisito pan de oro que resplandece en contraste con las tonalidades negras de la pintura. Todo parece muy antiguo, aunque la mayor parte de la decoración data de 1960 y haya sido hecha en estilo búlgaro arcaizante por esforzados artesanos que mantienen la tradición de sus ancestros pintores de iconos.
Cuando cruza la calle, y tras tomar una cerveza al sol en una agradable terraza junto a otro parque de la zona peatonal, se acerca a fotografiar la estatua ecuestre del zar Kaloyan, el asesino de romanos, a caballo y espada en ristre, un héroe nacional búlgaro que reinó una década, entre 1197 y 12o7, año de su muerte en Tesalónica. Kaloyan fue un guerrero cruel y violento (su cuerpo fue hallado en la Iglesia de los Cuarenta Mártires de Verliko Tarnovo) que extendió el imperio búlgaro y no perdió una sola batalla al frente de su ejército con el que combatió a los cruzados y capturó a Balduino I de Constantinopla a quien descuartizo sin compasión cuando su esposa Ana de Cumania lo acusó, falsamente, de hacerle proposiciones amorosas. En los laterales del pódium se pueden ver en altorrelieves las gestas bélicas y la solemne coronación del monarca búlgaro.
Recorre esos amplios paseos peatonales muy animados de gente, porque es sábado; se detiene a husmear en tiendas de discos y librerías; observa el bullicio de los jóvenes, los ciclistas que pasan, el único hombre estatua pintado de blanco, los gatos bien cuidados que pasean entre los peatones en un país en donde debe haberlos más que humanos, y recala finalmente en la terraza del restaurante Europa, en el Bulevar Silviniza, epicentro de la marcha de Varna, a comer un plato de humus, otro de aceitunas, que nada tienen que ver con las sabrosas griegas, unos raviolis de espinacas con salsa de mascarpone y lo más parecido a la crema catalana, la creme brulé.
Se ha ido el sol y reina una luz apagada en Varna en donde sigue el ambiente de fiesta de fin de semana. Sigue paseo abajo, hasta topar con el mar, y pasea por la acera marina gozando de la visión de la playa de forma intermitente, cuando se lo permiten los numerosos restaurantes, chiringuitos y hasta hoteles que asientan sus reales en la playa, hasta que llega a una zona deprimida de ella, con locales cerrados a cal y canto y otros sencillamente convertidos en astillas por algún temporal. Hay locales en el paseo marítimo con nombres tan literarios como Ernie Hemingway, pero no se atreve a pedir un mojito por miedo a una decepción como la de la noche anterior.
Da media vuelta cuando ya no hay nada que ver. El paseo rinde homenaje a George Georgiev, el primer búlgaro en dar la vuelta al mundo, según reza un cartel. De regreso al hotel un grupo, de chicas hace natación sincronizada en las aguas de la piscina al aire libre y dos equipos se baten a vóleibol en una cubierta: la herencia de las termas romanas.
Por una pasarela de madera baja a la arena y se acerca a esa orilla que bate un mar disputado por Rusia, Turquía, Ucrania, Bulgaria y Rumania y que él vio muchos, muchos años atrás, en Constantinopla, cuando era feliz en una de sus anteriores vidas. Y se queda allí, mirando la espuma de las olas del Mar Negro que ahora, de noche, realmente lo es.
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