… Y Dios lo quiso
Por Víctor F Correas , 27 noviembre, 2015
Inolvidable momento el que nos trae este veintisiete de noviembre. De esos instantes históricos, uno de esos sucesos que permanecen inalterables por lo que fue y el terremoto que provocó.
Una muestra más de que unas palabras lanzadas convenientemente, en el instante preciso y a un auditorio más caliente que el palo de un churrero, prenden una mecha que aún sigue encendida. Y lo que te rondaré, morena. El protagonista de la hazaña que paso a relatar era Papa de Roma y cumplía su séptimo año de pontificado cuando, tal día como hoy hace novecientos veinticinco años, aprovechó la celebración del Concilio de Clermont para lanzar a las masas cristianas a la conquista de los Santos lugares, donde Jerusalén era la joya más brillante de todas. La cosa venía de largo pues ya en el anterior concilio, celebrado dos años antes en Piacenza, la cuestión fue abordada, pero no enderezada. En Clermont, sin embargo, se mezclaron todos los ingredientes para cocinar el plato: entre la llamada de ayuda del emperador de Oriente, Alejo I Comneno, desesperado porque los selyucidas –clan turco que venía arrasando desde el Irán oriental todo lo que encontraba a su paso- le comían vivo y que había que hacer algo con los nobles europeos, encantados de darse mutuamente hasta en el cielo de la boca cuando lo estimaban oportuno, que era cada dos por tres, la idea seducía a más de un pelado occidental. Y al pueblo tampoco el asunto le disgustaba; se trataba de rescatar Jerusalén y las iglesias de Asia en manos sarracenas y también de abrir nuevas rutas a los peregrinos hacia Asia menor. Con esas, cuentan las crónicas que Urbano II alzó la voz ante los presentes, que eran unos pocos, y después de comenzar diciendo que la raza de los francos era la elegida, les encomendó a tomar el camino de Tierra Santa al grito de “¡Dios lo quiere!”. Y la masa, como decía antes, más caliente que el palo de un churrero, sobre todo tras conocer lo que se la ofrecía a cambio de emprender la aventura –indulgencia plenaria y bienes declarados como inviolables. Para quien los tuviera, claro-, se lanzó desde ese mismo momento a la toma de Tierra Santa. Y así geminó el espíritu de la Primera Cruzada. Luego vendrían más, y de aquellos polvos los lodos que padecemos hoy en día. La historia es así.
Fuera del asunto ya relatado, tampoco es que el día dé para más. Si acaso reseñar que la Corte Portuguesa puso pies en polvorosa tal que hoy hace doscientos ocho años al entrar en Lisboa, tras atravesar toda la Península, el ejército francés comandado por el general Junot con cerca de treinta mil hombres. Brasil fue el destino de la corte. Otra más cercana acabó en Bayona dirimiendo sus cuitas. Maneras de ver las cosas.
Y también que un tipo con grandes remordimientos de conciencia por lo que había inventado, dejó escrito en su testamento hoy hace ciento veinte años que toda su fortuna –ganada con sus diversos inventos. Entre ellos, una sustancia capaz de destruir todo lo que hubiera de por medio llamada dinamita- se destinara a la creación de un fondo para premiar anualmente a aquellas personas que más hubieran hecho en beneficio de la humanidad en distintas áreas. El tipo en cuestión se llamaba Alfred Nobel, por si a alguno le interesa saberlo.
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