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Y el número volvió infinita la palabra

Por Mario S. Arsenal , 16 noviembre, 2014

Lejos de querer insinuar que la poesía es un arma, artefacto o pasatiempo propio de fines de semana, esta vez vengo para defender la candidatura de la poesía como el material más nocivo y contaminante de cuantos existen en las artes humanas. Nocivo porque tiene la capacidad de contradecir, de decir no cuando decimos sí, y además lo dice en silencio, en la quietud de una habitación, en el hoy-domingo o el ayer-martes imprevistos que nunca pudimos calcular, porque en ninguna otra parcela del hombre ha habido lugar para que un exabrupto fuera dulce en la medida en que se pronuncia. Y contaminante porque jamás nos mantiene en el statu quo que domina el estado acrítico de las masas y el hábito de suficiencia del gran consumo moderno. Alguien pensará que hay varios tipos de poesía, buena, mala, regular, pésima o extraordinaria. En efecto, todas existen, pero cada una de ellas está sometida a una ecuación que depende en último termino del lector o de -agárrate, Sancho- la intencionalidad del poeta. Personalmente defiendo la posibilidad de que se puede alcanzar lo más alto sin manejar con familiaridad los grandes nombres del pasado, y que el talento, el ingenio, la calidad, incluso el garbo o la verbigracia, penden esencialmente de la voz (y no tanto la sabiduría) con la que se escribe.

En muchas ocasiones distinguimos de manera profundamente maniquea, estudiamos una carrera de letras o una ingeniería, aprendemos a escribir u optamos por la trigonometría, nos excusamos con los números porque no tenemos respeto por las letras y nos justificamos con las letras porque no contamos con los números. Tengo el convencimiento de que el responsable de este fatal divorcio no somos nosotros, sino una fórmula auspiciada por un caduco sistema educativo y con la que, si bien nunca hemos intimado, sí nos hemos protegido. Fruto de este caos, o en el intento de llevar lo «bueno» a más personas, nace la truncada sensación de que todo está incompleto porque no convivimos, sólo nos calificamos.

Inger Christensen (Vejle, 1935-Copenhague, 2009)

El poemario de Inger Christensen pasa por ser una página fundamental de la poesía del siglo XX pero no estoy yo en grado de valorar la poesía de Dinamarca, país que únicamente conozco por ser patria de Hamlet, Kierkegaard o los hermanos Laudrup, así que lo único que tengo que hacer para solucionar esta ignorancia mía es leer. La autora fue candidata al Nobel varias veces, su obra obtuvo multitud de premios y se ha traducido a una treintena de lenguas, excepto al español, siendo esta la traducción de un texto inédito en nuestro idioma. Leo Alfabeto (Sexto Piso) como el que amanece desconcertado en un paraje nórdico sin referencias, dispuesto a recoger esa cálida verdad de hielo que es la poesía, atento y con ganas de que no se me escape nada. Y entonces… ¡zas! Un poema compuesto con el patrón de la secuencia de Fibonacci. Mi confusión es absoluta cuando sopeso la combinación, qué sentido tiene esto, y cómo, y por qué.

«[…] la Tierra, la Tierra en su órbita / alrededor del sol existe; la Tierra en su ruta / por la Vía Láctea existe; la Tierra en camino / con su cargamento de jazmines, con jaspe y hierro, / telones de acero, presagios y júbilo, con besos de Judas / dados promiscuamente e ira virginal / en las calles, Jesús de sal; con la sombra de la jacaranda / sobre el agua del río, con halcones, cazabombarderos / y enero en el corazón, con el pozo Fonte Gaia / de Jacopo della Quercia en Siena y con julio / pesado como una bomba […]»

Christensen experimenta con palabras, pero no como lo haríamos nosotros o cualquier escritor al uso, sino del mismo modo en que se emplearía el espeleólogo en yacimientos o cavernas, estirando el lenguaje de la «Tierra en camino con su cargamento de jazmines, con jaspe y hierro». También se sirve de aliteraciones que no tienen una función formal ni fonética, sino magulladora, de hastío en la expresión, letanía del alma, que tienen por objetivo desgarrar la letra sobre el número que a esta le ha sido vetado por naturaleza. Apela constantemente a un orden suprahumano e inalcanzable, y así es como consigue ser trascendente sin caer en la desidia de la imagen ontológica: «escribo como el invierno / escribo como la nieve / y el hielo y el frío / y la oscuridad y la muerte / escriben». Es un poemario cargado a su vez de lirismo, pero de un lirismo extraño, en esto tal vez no innova, pero consigue un equilibrio a distinta escala que emociona. Parece que para ella la poesía, «que estaba allí en el mundo / un campo grandioso y claro / de pasitos de centímetros / sobre pies rojos como el vino», fuera «una búsqueda siempre / enamorada y complicada / de comida y deseo / en la cueva de la luz diurna».

De tal modo Alfabeto se va abriendo paso impudoroso y acaba por alojarse en la región más sensible de nuestro cerebro. Su belleza es su verdad y el concepto -peligroso y arriesgado- de haber intentado dilatar, a través del lenguaje, el hecho mismo de la voz, la experiencia básica de que al pronunciar palabras creamos la realidad del mundo y que, al unirlas al número, en tanto únicas, se vuelven valores absolutos.

Regresé de este hermoso viaje y volví convencido de que Alfabeto y la noción que tengo de la poesía guardan grandes similitudes entre sí, de que no es posible despertar en lugares inhóspitos cuando tenemos versos y voces, y de que «ahora los soñadores se pasean abiertamente / con los sueños a flor de piel».

Alfabeto2

– Inger Christensen, Alfabeto (trad. Francisco J. Uriz), Madrid, Sexto Piso, 2014.

Mario S. Arsenal

Twitter: @Mario_Colleoni

www.arsenaldeletras.com


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