Atardecer
Por Silvia Pato , 15 octubre, 2014
Era un mirador como tanto otros, situado en un promontorio frente al mar. La cálida luz de los últimos rayos de sol de uno de los primeros días de otoño bañaba el entorno con la apacible calma de un instante de esos que ansías retener en tu memoria, cuando la paz es tal que ni siquiera el viento acude a turbarla.
Estaba sentada en aquel idílico lugar cuando un coche fue estacionado en el pequeño aparcamiento habilitado al efecto. Un chico y una chica se apearon entonces de él con rapidez, como si les fuera la vida en ello. Debían tener poco más de veinte años, si es que los habían cumplido ya.
Una joven pareja, pensé, en esas etapas de una relación en la que te parece imposible que ciertas cosas vayan a sucederte a ti, en las que la lealtad y la confianza, la mayoría de las veces, está intacta porque los años no han tenido ocasión de ponerlas todavía a prueba.
Supuse que aquellos dos apuraban el paso hacia el mirador para no perderse el atardecer, formando parte de una escena que todos hemos protagonizado y que el paso de las décadas arrastra con la nostalgia y la inocencia que aquellas suelen cobrarse: la luz dorada robando reflejos a los cabellos, las palabras de ternura susurradas al oído, sueños y promesas compartidos bajo un cielo intenso, un largo y profundo beso ante el fin de un día y el inicio de toda una vida… Entonces, me di cuenta de que me equivocaba. De repente, me sentí de otro tiempo.
La realidad es que ambos corrieron hasta el pequeño muro de piedra que se levantaba protegiendo al observador en las alturas. Por el camino ya habían desenfundado sus teléfonos móviles, sosteniéndolos en alto como una prolongación de sus manos. Se apoyaron en él, sin mirarse siquiera, sin rozarse ni un poco, y empezaron a disparar de forma convulsa al sol que se sumergía, como todos los días, en el Atlántico.
Agité la cabeza. Mi pasión fotográfica no pudo por menos que exclamar en silencio por el sentido más práctico. Sí, disparad, quemad todas las fotos. No hablemos de exposición, sobreexposición o filtros, y por no hablar, ya no hablemos de cómo estáis desperdiciando este momento.
Aguardé, ingenua de mí, esperando que, después de ese acto compulsivo, los dos guardarían sus aparatos y naufragarían en la mirada del otro; pero me equivoqué de nuevo. Cuando ella bajó su móvil, se situó de espaldas al sol y empezó a posar. En ese instante se convirtió en un maniquí para aquel joven que buscaba las tomas más sensuales mientras su novia adoptaba las poses más forzadas que uno pueda imaginar. Su cuidado atuendo, como recién sacado de una revista de moda, y que cualquiera imaginaría que había sido escogido para el muchacho con el que había quedado, era para los internautas, era para los amigos de él, para las amigas de ella, para el mundo. Y él… él parecía estar dejando constancia de su trofeo.
Transcurridos unos minutos, me levanté de aquel banco y me marché, hastiada por la escena. Cuando me alejé, el sol ya había desaparecido. Ellos quedaban allí, seguían tomándose fotos instintiva, convencional y compulsivamente, sin ser conscientes de que no estaban viviendo realmente aquel instante, de que se estaban dejando comer por el mundo, de que estaban permitiendo que otros estuvieran viviendo su vida.
En mi camino de regreso no pude evitar pensar qué afortunada he sido de vivir como he vivido, de una forma que otros ni siquiera imaginarían.
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