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Educar no es fácil

Por Silvia Pato , 26 noviembre, 2014

Hace unas semanas, se convirtió en viral una entrada en el blog de Noelia López-Cheda, titulada «Me niego a ser la agenda de mi hija por el Whatsapp». El éxito de la misma es fiel reflejo de la cotidianidad de lo que está sucediendo en nuestro entorno y no de la extrañeza ante un hecho que debería ser excepcional.

A aquellos que nadamos contracorriente, todo esto les resulta chocante desde el primer momento. Seguramente, esa sensación de estar habitando un mundo de locos viene motivada porque no hemos sucumbido a la mayor, puesto que el uso que la mayoría le da a esas aplicaciones de mensajería no es el que le damos en nuestras rutinas diarias, por más que las utilicemos como todo el mundo. Sin embargo, aunque parezca mentira, no todos hemos adquirido determinados hábitos.

community-231632_1280¿Por qué uno corre el riesgo de ser considerado una especie de paria por no pertenecer a un grupo de Whatsapp? ¿Por qué se ha convertido eso en una especie de obligación? ¿Es indispensable? ¿Acaso no era más sano tener unos límites higiénicos y saludables en lo que respecta al ámbito laboral y personal? ¿A qué es debido que quien desee seguir teniendo el control de cómo comunicarse con la gente y de cuándo hacerlo sea considerado antisocial? ¿No debería ser al contrario? ¿No resulta de mayor consideración una conversación de tú a tú? ¿No es más social y respetuoso con los horarios ajenos y la vida privada de los demás un uso más comedido, selectivo y comprensivo de las aplicaciones de mensajería? ¿Hasta qué punto las tecnologías actuales están incrementando sin límite los convencionalismos sociales?

A la generación de la EGB nos parecería inconcebible que un profesor nos mandara, por correo electrónico, durante el fin de semana, los apuntes de clase o unos deberes; o que nos avisara por Whatsapp de que se suspendía la clase del lunes; o que estuviera incluido en nuestas charlas en grupo como si fuera uno más. Y ya no digamos lo inimaginable que nos resultaría pensar en ponernos en contacto con uno de nuestros maestros un domingo para que nos resolviera una duda o nos enviara unos deberes. Imagínense lo que nos hubieran dicho nuestros padres.

A la generación de la EGB nos parecería una aberración tener una cuenta personal en el ordenador conectada con la de nuestros profesores o ponernos a chatear con ellos. ¿Se imaginan? ¿Con quince o diecinueve años siguiendo las peripecias de aquellos por una red social en la que pudieras ver las fotos de sus vacaciones, la identidad de su esposa o la noche loca que pasó el último sábado? Peor aún, piénsenlo a la inversa. ¿Se imaginan que ellos pudieran ver las imágenes de sus salidas nocturnas, las bromas pesadas o los ridículos disfraces de Carnaval?

A menudo tengo la sensación de que esa famosa frase de todo el mundo lo hace que utilizan los críos para manipular a sus mayores es utilizada ya por todo el mundo, tenga la edad que tenga, en una sociedad con tendencia a la infantilización y el maniqueísmo. Cada vez es más frecuente escuchar a los propios adultos utilizar tan manida expresión para justificar sus decisiones a la hora de actuar de determinada forma o de permitir ciertos comportamientos en sus hijos, en vez de defender sus principios y esforzarse en su desarrollo personal. Es más fácil sucumbir a lo que hace la mayoría.

Todos llegamos agotados de trabajar, vivimos situaciones de estrés y nos superan las responsabilidades en muchísimas ocasiones, pero eso no justifica determinada forma de actuar, simplemente la explica. De ese modo, dejarse llevar por la corriente, obrar como obra la mayoría y culpar a Internet es lo más cómodo. Siempre ha sido más sencillo mimetizar lo malo que emular lo bueno. No obstante, el precio a pagar suele ser demasiado alto. Desengañémonos: educar no es fácil.

Afortunadamente hay maestros que todavía pelean por mantener una posición saludable tanto para ellos como para sus alumnos, aunque a menudo sean rara avis. Al fin y al cabo, en la actualidad, ya se han incorporado a la docencia aquellos que se han educado con esas costumbres y esos modos de comunicación, de manera que lo que hacen es asimilar y normalizar la forma en la que a ellos les enseñaron, sin cuestionarse siquiera que hay otros caminos y que determinadas sendas acaban haciendo pagar un peaje. Porque luego llegan los problemas.

Nunca tanto como ahora han sido necesarios los momentos de desconexión de nuestras preocupaciones, rutinas y responsabilidades. La libertad que cercenan las nuevas teconologías cuando son utilizadas de forma que nos esclavizan nos obligan a ser completamente responsables de su uso, puesto que por sí solas no son ni buenas ni malas. Y esa desconexión, ese respeto por una parcela indispensable de nuestras vidas es necesaria para mantener un sano equilibrio, que sería muy recomendable inculcar a los más pequeños. Después de todo, no saber desconectar y estar al servicio de nuestro teléfono móvil cualquier día de la semana, en cualquier sitio o lugar, nos conduce, no solo a ser menos diligentes en nuestras labores, sino a despreciar o infravalorar a quien tenemos al lado que, seguramente, es quien más nos importa.

Así que de poco vale que queramos enseñarles a nuestros hijos un uso responsable de las redes sociales y las aplicaciones de mensajería si no predicamos con el ejemplo. Esta es la sociedad en la que vivimos, pero somos nosotros quienes decidimos cómo construirla.

Eres tú quien decide cómo habitar este mundo.


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