El futuro es el presente
Por Silvia Pato , 7 enero, 2015
Pertenezco a esa generación que soñaba con el monopatín de Marty McFly en Regreso al futuro, que era reticente a catalogar una película que no contara con aerodeslizadores como de ciencia ficción, que imaginaba que en el 2019 nos rodearían los replicantes, que soñábamos con encargar viajes virtuales y disfrutarlos como experiencias reales hasta tal punto que confundirían nuestros sentimientos por completo. Así imaginábamos el futuro. Y el futuro ya está aquí.
Miren a su alrededor, recién estrenado el 2015. La tecnología ha avanzado en unas décadas de un modo que nunca supusieron aquellos cineastas; sin embargo, ¿dónde están todos esos objetos que nos iban a hacer disfrutar de una existencia más cómoda, de una vida más fácil, de un ocio más pleno? Lo cierto es que aquellos que imaginaban el desarrollo tecnológico lo hacían con la mentalidad de entonces. Por ese motivo, se suponía que todo sería diseñado para pasarlo mejor al salir con los amigos, para tener que perder menos tiempo en las tareas del hogar que, desengáñense, no le gustan a nadie, y para incrementar la calidad de vida que nos permitiera poseer algo que no se puede comprar: el tiempo.
Ninguno imaginó que las teconologías nos conducirían por otros derroteros en nuesta vida diaria: el individualismo, el exhibicionismo, la vanidad, la dispersión y ese peligro de aislamiento que nos acucia a diario cuanto más aumenta el volumen de nuestros smartphones.
No tenemos más tiempo que entonces, sino menos. Localizados constantemente por todas nuestras responsabilidades, ya sean familiares, laborales o sociales, la desconexión se realiza cada día con mayor dificultad.
Las tareas del hogar recaen, más o menos, sobre quienes recaían y es más beneficioso económicamente para los mercados llenarnos de pequeños electrodomésticos que digitalizar útilmente los más importantes. La obsolescencia programada está en el ADN del avance tecnológico, así que olvídense de que la industria invierta en algo útil y duradero que contribuiría a que ustedes no tuvieran necesidad de volver a comprar ese producto en años. En el 2015, vivimos en un mundo de necesidades ficiticias donde apenas se distinguen las pandillas de adolescentes que se relacionan entre sí más allá de sus teléfonos móviles.
Seguimos atados al petróleo y al carbón, seguramente por las mismas leyes económicas que rigen el resto del mundo, y si antes soñábamos con ese futuro producido por Spielberg, ahora descubrimos que, en realidad, fueron más acertadas las visiones pesimistas de los Wachowski.
Aquellos que hace unas décadas se aventuraron a imaginar el futuro lo hicieron con la mente de aquel entonces; probablemente, toda la oleada distópica que nos rodea ahora viene provocada por la ensoñación de las mentes actuales.
Tal vez, nosotros éramos más ingenuos. Tal vez, simplemente, teníamos esperanza; pero lo que sí es seguro es que, en general, para la mentalidad de aquel momento, las personas eran lo primero. Aquella filosofía de vida implicaba salir a la calle, aprender, mejorar, quitarse las máscaras, arriesgarse, buscar los caminos que algunos negaban que existieran, pensar en los otros, caminar sin rumbo por las calles acompañado de una mano amiga, derramar lágrimas bajo la lluvia… Vivir.
Quizás, en este instante, si lo recordáramos, si habláramos más mirándonos a los ojos, si dejáramos de lado esos mensajes escritos que, a menudo, generan más confusión que afinidad, para escuchar a quien nos pide ayuda, para decir lo que necesitamos, para exponernos y atrevernos ante lo que sentimos, quizás, como digo, las tecnologías no puedan terminar devorando todas las relaciones humanas y los que hoy imaginan el futuro puedan, al fin, soñar con utopías.
Porque lo que ocurra mañana, lo decidimos ahora.
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