La Praga de Kafka y Kundera
Por José Luis Muñoz , 7 noviembre, 2014
Sigue sin llegar el otoño a Centroeuropa. En Praga hace calor y luce el sol. La ciudad acaba de despertar no bien me bajo del tren nocturno que me ha llevado de Cracovia a la capital de Chequia en algo más de 8 horas de traqueteo de vías que me lleva a otra época muy pretérita. El hotel Rott está muy céntrico y es uno de esos establecimientos con historia entre sus muros: una antigua fábrica reconvertida en establecimiento hotelero.
Praga es una ciudad que hace al paseo, con calles estrechas llenas de establecimientos y cafeterías, bullicio y turistas. Un centenar de pasos me lleva a Stare Mesto, la plaza de la ciudad vieja y del ayuntamiento. De entre los muchos edificios históricos que la cierran destaca la torre en donde está el reloj astronómico del siglo XV, el más antiguo de Europa, cuyas dos puertas de madera se abren cada hora y dan paso a dos muñecos que se asoman pero no salen. La iglesia gótica de Nuestra Señora de Tyn, indisociable de la plaza y con sus dos torres almenadas como las de un castillo, permanece cerrada y parece poco probable que se haya abierto en los últimos años: es un decorado antiguo de piedra oscura. Un restaurante de comida checa aprovecha uno de sus antiguos muros. Unas callejuelas estrechas y retorcidas lo bordean.
La oferta gastronómica y comercial de la plaza es inabarcable, como el número de visitantes que pasan constantemente por allí y da la sensación de día festivo. La Stare Mesto Praga es como la de San Marcos de Venecia y para apreciarla uno tiene que eliminar mentalmente toda esa turba de visitantes de la que uno acaba formando parte.
Las calles de Praga, peatonales y empedradas en su centro histórico, son tan sinuosas como la calle Karlovy que lleva al Puente de Carlos flanqueado por estatuas de santos y que cruza el rio Moldava. Los tranvías de Praga, que se deslizan silenciosos por un entramado reticular de vías, forman parte del paisaje de una de las ciudades más bellas del mundo.
El amplio rio Moldava que cruzo se ha desbordado más de una vez y por ello se han construido unas empalizadas de troncos que impide que los arrastres por la crecida taponen sus ojos. Con 30 estatuas y 16 arcos este Puente del siglo XIV construido bajo el mandato de Carlos IV es una especie de rambla en la que los pintores locales exhiben sus pequeños cuadros, hacen dibujos al instante, artesanos venden collares y joyas que fabrican en un sinfín de pequeños puestos mientras los barcos turísticos y las barcazas pasan por sus ojos. La música redondea el ambiente festivo que allí reina, un mercado al aire libre que funciona a pleno rendimiento con el buen tiempo que reina. La Banda del Puente es una big band de jazz de tipos setentones que tocan maravillosamente trompetas y contrabajos y venden sus CD de música; a pocos pasos un grupo de músicos disfrazados de monjes interpretan con instrumentos de época música medieval; y un organillero solitario recrea una melodía mientras hace oscilar en el aire una polichinela.
Siguiendo la calle del Puente y pasando bajo el torreón gótico almenado similar al del inicio, se llega a una de las iglesias barrocas más extraordinarias de la ciudad cuyo exterior austero, pintado de amarillo pastel, no hace prever su espléndido interior. La iglesia barroca de San Nicolás, en donde tocó Mozart, está en la plaza Mala Strana. Su lujoso interior alberga un sinfín de altares laterales separados por columnas de alabastro que vigilan escultoras ciclópeas de obispos y cardenales en actitud beligerante con los demonios que les acechan a los que aplastan con sus báculos convertidos en improvisadas lanzas. La cúpula que corona la cruz de la iglesia esta primorosamente pintada y guardada por esculturas sacras de ángeles.
Al distrito del castillo se asciende por rampas y escaleras que cruzan un montículo poblado de césped. Sobre la cima de la loma se encuentra esa fortaleza en cuyo interior se resguarda una pequeña iglesia románica, la basílica de San Jorge, que se embosca tras una fachada neoclásica de color rojizo con puertas y ventanas circundados en amarillo, y la catedral de San Vito, visible desde buena parte de la ciudad por sus dimensiones y emplazamiento en lo alto de la colina. En este templo gótico imponente, cuya construcción data del siglo XV, fueron coronados todos los reyes checos cuyos cuerpos reposan en el recinto sagrado, en el Panteón Real. La nave central de las tres de su planta es impresionante por su altura y el altar mayor del siglo XIX y estilo neogótico es espectacular; del exterior sorprende la belleza del mosaico veneciano del juicio final de la Puerta Dorada, sin duda la más bella junto a la principal con pórtico ornado de esculturas alineadas según la puerta ojival.
En la Torre de la Pólvora, el polvorín del Castillo, hay una exposición de uniformes militares checos, y el estrecho callejón del Oro, llamado así por los alquimistas volcados en fabricar oro que habitaban en casas diminutas pintadas de vivos colores que parecen de juguete, vivió Kafka.
Este otoño cálido que me esta acompañado por todo este viaje no casa con la visión que tiene uno de la obra del autor de La metamorfosis. Tampoco con Kundera y su Insoportable levedad del ser. Incapaz de encontrar el cementerio judío en donde reposan los restos del genial y retorcido escritor que tantas influencias tuvo en la literatura, paseo por las amplias avenidas de la ciudad flanqueadas por lujosos edificios de fachadas noucentistas en donde el art nouveau ha puesto una nota pictórica delicada en frisos decorados con pinturas, altorrelieves o delicadas esculturas que devuelven la mirada al paseante. El patrimonio arquitectónico que se contempla en cualquier rincón de Praga, aunque te alejes de su centro histórico, habla de la importancia y riqueza que esta ciudad tuvo y su afán conservador. La vista se pierde y se recrea en los edificios nobles que flanquean sus calles en donde el tráfico es escaso y silencioso y el único peligro son los tranvías estrechos de dos vagones azules que las cruzan en todos los sentidos
La pinacoteca está en un edificio moderno y cuadrado, de los pocos, y alberga colecciones extraordinarias de arte moderno, impresionistas franceses, y, sobre todo, autores checos de una escuela prerrafaelista que sorprende por la belleza de sus trabajos aunque ninguno de ellos sea conocido como Maxmilián Pirner. Se puede disfrutar de los muchos cuadros de Pablo Picasso, uno diminuto en el que ensaya lo que será el Guernica, algún Gauguin insular y preinsular, paisajes de Van Gogh y Monet.
La comida junto al río es de una calidad discreta, pero la cerveza es más que buena. Mientras saboreo una sopa gulasch de la vecina Hungría y un estofado de buey con páprika y una pasta de harina que parece gachas, el sol se pone en la terraza junto al Moldava y los camareros del restaurante Lavka, para compensar, encienden las llamas de las estufas exteriores y ofrecen mantas a la los clientes.
Mi segundo día en Praga lo empleo en callejear y visitar el pequeño museo de Mucha, un cartelista del art nouveau que, en realidad, es poco más que una tienda en donde compro tazas y carteles, en pasar de nuevo por la plaza del ayuntamiento y en recorrer una y otra vez el Puente de Carlos observando con detalle los grupos escultóricos muy posteriores a la construcción de ese Puente en la Edad Media. Para hacer tiempo, mientras llega la hora de coger el tren nocturno que me ha de llevar a Budapest, el próximo destino, entro en una elegante cafetería y pido una tarta de manzana, un café con leche, un zumo de naranja y un exquisito licor de huevo que figura en su carta de meriendas mientras un pianista toca piezas de Chopin y Bethoven.
Ya de noche me acerco al hotel Rott a recoger el equipaje y cometo un fallo garrafal: tomar un falso taxi, un Mercedes negro aparcado junto al establecimiento hotelero que luce el rótulo luminoso de taxi en el techo. El tipo conduce de forma acelerada por la ciudad y compruebo, durante el viaje, que no lleva contador. Cruzamos una Praga nocturna derrapando en las curvas al ritmo de la música infernal de ese conductor con aspecto de matón, músculo de gimnasio y cabeza rapada. No me deja en la estación sino al lado de un ascensor que conduce a ella, y cuando voy a abonarle la carrera se produce una discusión tensa por el precio. El matón de discoteca, que eso es lo que realmente sea o cobrador de morosos por el método de romper las piernas a los acreedores, pretende cobrarme nada menos que 900 coronas checas cuando he pagado 160 en sentido inverso, de la estación al hotel el día anterior y utiliza una gestualidad violenta. Evidentemente no estoy dispuesto a pagar esa cantidad desorbitada a no ser que esgrima una pistola ese gánster metido a taxista full. Cuando le explico que la tarifa me parece un robo, me suelta que el taxi es su coche privado e insiste de muy malas maneras que le pague. ¡Money! me grita al oído. Yo avanzo hacia el ascensor que me espera en la superficie para llevarme a la estación subterránea y que ocupa una pareja que asiste a una discusión cada vez más acalorada entre ese conductor que exige su tarifa desmesurada y el pasajero que no está dispuesto a pagarla. El matón treintañero grita cerca de mi oído otra vez ¡Money!, como un energúmeno, sistema que le debe servir para los incautos pasajeros que atrapa en su coche tramposo, y yo arrastro mi maleta hasta el ascensor con paso decidido. Cuando coloca la pierna para impedir que la puerta del elevador se cierre me doy cuenta de que el asunto se va a complicar. Yo estoy dentro y él esta fuera, impidiendo que la puerta se cierre con su pie. Cruzamos miradas furiosas como perros que van a morderse. Me importa un carajo que sea mucho más fuerte y mucho más joven que yo. Me doy cuenta, en un instante, cuando le miro fijamente a los ojos, que el tipo va a intentar pegarme, le leo el pensamiento, así es que cuando me lanza un par de puñetazos a la cara le paro los dos golpes con mis puños, y cuando intenta coger mi maleta, para llevársela, consigo empujarle fuera del ascensor. Con los puños cruzados sobre mi cara, como si fuera un boxeador muy fajado, le grito, y creo que de forma muy convincente, algo así como Te voy a matar, cabrón de mierda, como si fuera un dialogo de alguna de mis novelas negras, y me sorprendo a mí mismo por mi actitud violenta ante ese macarra checo rapado. El matón me desafía a salir y continuar la pelea en la calle, pero yo no pico el anzuelo y juego con cierta ventaja defendiendo el reducido terreno de lucha del ascensor en el que no se atreve a entrar de nuevo. Además se me ocurre, en segundos, que seguramente el ascensor tiene alarma, así es que pulso un botón rojo, se enciende una luz y empieza a sonar una sirena que pone muy nervioso a ese mafioso que me ha traído gratis a la estación y se va a ir con el rabo entre piernas sin ninguna corona checa por avaricioso. Y por fin el ascensor, que ha permanecido inmóvil, cierra sus puertas y desciende dejando al taxista de marras enfurecido en la superficie de la calle.
Leo luego que el incidente suele ser bastante habitual en Praga y que esas carreras en esos falsos taxis acaban con el pasajero robado y muchas veces con la nariz rota porque los conductores suelen ser tipos fuertes y violentos acostumbrados a la pelea callejera y se valen de la intimidación. Mi nariz está en su sitio, por fortuna, y el robado ha sido él que me ha llevado gratis a la estación de tren. Nunca es tarde para comprobar, y él sorprendido soy yo mismo, que uno tiene unas ciertas dotes innatas para el combate pugilístico y que anda bien de reflejos. Este desagradable incidente me despide de la ciudad de Praga cuando cojo el tren nocturno a Budapest, algo que no me ha ocurrido nunca en ninguno de los múltiples países que he recorrido por los cinco continentes. Me divierte, a toro pasado, haber humillado a ese matón mafioso que sin duda pensaba sacarme un botín de 900 coronas y marchó sin una sola en el bolsillo. Espero que su próximo cliente estafado le rompa la cara ya que no se la rompí yo. Y un consejo a los futuros visitantes de la ciudad: mucho ojo a la hora de tomar un taxi.
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