Por la caída del régimen
Por José Luis Muñoz , 17 febrero, 2014
Era una de las frases repetidas, en tono irónico, como no podía ser de otra manera tratándose de él, de Manuel Vázquez Montalbán cuando alzaba su copa de vino y brindaba con los que habíamos tenido la fortuna de compartir comida y luego sobremesa, que era lo mejor del ágape, con él. Tuvimos la mala suerte de perderlo en Bangkok, en un mortuorio homenaje a su propia novela Los pájaros de Bangkok, y de no contar con él en estos momentos para disfrutar de sus lúcidos análisis de todo esto que llamamos crisis y nos golpea a diario, a nosotros o en nuestros círculos. El régimen, todos lo sabíamos, no iba a caer nunca; la dictadura cayó por muerte del dictador en cama, tras una espantosa agonía digna de una película de terror serie B, y la democracia resultante resultó un cambalache del que disfrutamos de unas mayores libertades, que nos quieren cercenar precisamente con esa ley de inseguridad ciudadana—antes nos daban palizas por asistir a las manifestaciones; ahora, además, nos desloman económicamente hablando con multas—, y un retroceso, ahí es nada, en los derechos laborales—con el franquismo el obrero y su puesto de trabajo eran intocables, porque el estado ejercía un paternalismo protector hacia sus hijos— y en la educación— en mis tiempos los alumnos eran capaces de señalar en un mapa cualquier país del mundo, saberse su capital y no mostrar perplejidad ante nombres como Dostoievski, Faulkner o Joyce—, y eso son dolorosas constataciones.
De todo esto me estaba acordando mientras enterrábamos— bueno, no lo enterrábamos, puesto que el finado, solidario, donó sus órganos a la ciencia—, así es que mejor decir que homenajeábamos, en una ceremonia laica— porque hasta los ateos y agnósticos necesitamos de esas cosas cuando se nos marcha un ser querido—a un compañero de lucha, y juergas en un jardín de la ciudad de Barcelona que no conocía, el Reina Elisenda, con velas, fotos del camarada desaparecido en el combate con la vida, una lucha que uno pierde en uno u otro momento, y canciones de Serrat, Raimon, Édith Piaf, que eran las que le gustaba escuchar, bajo una finísima llovizna.
Jordi Solsona, que así se llamaba ese amigo desaparecido antes de tiempo, cuya muerte es un poco el recordatorio de la nuestra, había militado en sus años de juventud en las filas del Partido Comunista Internacional, en su maoísta Joven Guardia Roja, mientras yo sintonizaba, por entonces, y aún ahora, con un anarquismo radical cuyos principios aún sigo, aunque con una cierta laxitud, sin que esas diferencias ideológicas nos convirtieran en adversarios sino en todo lo contrario. Cuando conversábamos en el bar de la facultad de Filosofía y Letras, una catacumba sumergida en una neblina fruto de los miles de cigarrillos que allí se fumaban (¡Qué lejos estábamos de las leyes antitabaco!) cuyas condiciones acústicas, un vocerío estentóreo, hacían imposible cualquier tipo de escucha policial, solíamos brindar, entrechocando los botellines de cerveza que bebíamos a destajo, por la revolución que vendría y por la caída del régimen. Abrazados a Mao o a Bakunin, éramos un par de insensatos ingenuos y utópicos que salimos bastante bien parados de los sangrientos coletazos finales del régimen franquista mientras a otros les dio de lleno. A esas conversaciones de bar, en el transcurso de las cuales intentábamos organizar cómo iba a ser la sociedad futura sin clases, o con la dictadura del proletariado, solían añadirse tipos más sesudos que nosotros, quizá porque estudiaban filosofía pura, como Víctor, cuyo parecido en aquella época con el actor Michael Caine era notable, o Santi, la viva imagen del marxista Gramsci. Las conversaciones, porque en aquella época se hablaba mucho y, para suavizar la garganta, también se bebía mucho, unos más que otros— mi buen amigo Jordi era un gran bebedor al que nadie conseguía tumbar—, seguían luego en un especial Vía Crucis alcohólico que tenía sus paradas en el bar Velódromo, el Café de la Ópera, el Quiosco de la Cazalla, el bar London, que era un local oscuro con buena música que estaba pared con pared con una comisaría de policía, para terminar en El Pastís, un tugurio polvoriento del último tercio de las Ramblas cuya banda sonora era todo el repertorio de las tristísimas canciones de Édith Piaf.
Así pasábamos, en vela absoluta, esas Noches de vino tinto de nuestra juventud soñadora y utópica—las utopías nunca se cumplen, al contrario de las distopías—, como muy bien reflejaba mi amigo, también ausente, José María Nunes en esa hermosa película reflejo de toda una época desaparecida, esos cuatro amigos de facultad, algaradas, juergas, sueños y decepciones a los que el tiempo se nos irá llevando. Uno de los cuatro ya se fue silenciosamente. Descanse en paz.
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