2 francos, 40 pesetas, de Carlos Iglesias
Por José Luis Muñoz , 28 marzo, 2014
Nunca segundas partes fueron buenas, cierto, pero tampoco tan malas, y es una verdadera lástima porque la ópera prima de Carlos Iglesias, un actor cómico de recorrido televisivo, Un franco, 14 pesetas, sobre su propia peripecia familiar—el director/actor ponía en celuloide el drama de su padre que emigró a Suiza en tiempos del franquismo en un ajuste de cuentas sentimental con su progenitor que gozaba de una frescura poco habitual en un novato en las lides de la dirección—, a la que siguió la más que correcta Ispassi sobre el drama de los niños enviados a Rusia durante la guerra civil, fue saludada muy positivamente por el público y la crítica.
Iglesias coge a los mismos personajes, siete años más tarde, cuando el hijo Pablo (Adrián Expósito) ya es adolescente y quiere seguir el itinerario de su padre Martín (Carlos Iglesias) con su amigo Juan (Luisber Santiago) a finales del franquismo, y ambos viajan desde Madrid en tren y en autostop a ese pequeño pueblo suizo entre montañas del que el primero tiene tantos buenos recuerdos de infancia. Pero el director y actor cómico literalmente se pierde en su guion, sin pies ni cabeza, que, de pronto, abandona a esos dos jóvenes autoestopistas a su suerte (aparecen de nuevo, sin ton ni son, mediada la película) para centrarse, de nuevo, en sus padres, Martín y Pilar (Nieve de Medina), y en el reencuentro con la pareja amiga de ambos, Marcos (Javier Gutiérrez) y Mari Carmen (Ángela del Salto), que sigue residiendo en el pueblecito suizo, con la excusa de un bautizo, y de paso el reencuentro entre Marcos y Hannah (Isabel Blanco), la suiza con la que el emigrante español tuvo una hija secreta, y lo peor del caso es que lo hace en clave de comedia casposa de la época, de película de Landa/ López Vázquez, pero sin esos dos carismáticos actores, y con una retahíla de lugares comunes y chistes sin gracia servidos por actores que en la primera parte estaban aceptables y aquí no. El resultado es lamentable y lo digo con pesar, porque Un franco, 14 pesetas, su predecesora, era una película entrañable y realizada desde el recuerdo/homenaje de un hijo hacia su padre; todo lo que allí era frescura es aquí impostura sin gracia salvo alguna secuencia muy puntual, como la de ese cura castizo, trasunto del Agustín González que trabajaba a las órdenes de Berlanga, que, tras el bautismo que reúne a toda la familia, coge una cogorza de campeonato y acaba cantando saetas a voz en grito en la plácida y ordenada Suiza.
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