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¿A quién beneficiaría una nueva Guerra Fría?

Por Carlos Almira , 21 marzo, 2014

Supongamos que, como consecuencia de la invasión velada y consentida por una parte importante de la población de Crimea por Rusia, las relaciones entre este país y “occidente” entrasen en algo parecido a lo que fue la Guerra Fría. Esto significaría el fin de la Globalización tal y como ahora la conocemos; un incremento notable de las tensiones diplomáticas internacionales; una nueva carrera de armamentos entre bloques (¿es que dejó de darse alguna vez?); el riesgo, más o menos real, de un enfrentamiento armado entre potencias con consecuencias devastadoras para la Humanidad; y un largo etcétera de secuelas inquietantes que se abrirían paso de pronto, ya en los hechos, ya en la propaganda, ya en los temores bien reales de buena parte de las personas.

Ahora imaginemos el siguiente escenario: el fin de la Globalización Económica, tal y como la hemos venido conociendo desde al menos, los años 1980. Supongamos que, como consecuencia (y elemento reforzante) de esas tensiones, una parte del espacio económico de Europa Oriental (hasta los Urales) y de Asia, incluida China y sus países satélites, quedase cerrado al capital occidental. Cerrado significa que no pudiesen operar allí los llamados “mercados” (de capital, de deuda, de inversiones), y viceversa: que el espacio económico de occidente quedase fuera de las posibilidades de operar de los inversores procedentes de esas áreas, ahora al otro lado del revivido “Telón de Acero”.

Recordemos que desde los años 1960 las grandes empresas multinacionales estadounidenses, alemanas, japonesas, etcétera, empezaron a des-localizar el grueso de sus inversiones, hasta entonces radicadas en su mayor parte en sus países matrices, a la búsqueda de mercados de trabajo y de otros factores más baratos, hacia los llamados países taller del Tercer Mundo. Entonces quedó fuera de esta posibilidad todo el bloque chino-soviético, que tenía una economía cerrada para la masa de su población (carente de libertades y aún de unas mínimas condiciones de dignidad humana), pero no para sus élites que accedían sin trabas a todas las comodidades y bienes de lujo de occidente. En ese momento no había, pues, una globalización como la que se impondría dos décadas después, con la crisis y la desaparición de ese bloque, en todo el mundo.

No seré yo quien defienda el sistema comunista tal y como ha existido en el siglo XX: los países cárcel, el totalitarismo, la miseria, la ineficiencia económica, etcétera. Es posible que estas lacras, u otras parecidas, se reeditasen aquí y allí si “volviese” una situación de bloques, aunque a la Historia no le gusta repetirse. Sin embargo, esto no significa según creo que la globalización económica, tal y como se ha desarrollado, nos esté conduciendo al mejor de los mundos posibles. Según para quién.

Pero supongamos, con todas estas salvedades, que esto ocurriera. Mientras estalla o no la Tercera Guerra Mundial, ¿a quién podría beneficiar en occidente el fin de la actual Globalización económica?

Si los grandes, y no tan grandes, inversores estatales y privados viesen restringidas drásticamente las áreas del planeta por donde pueden “mover” sus capitales, esto tendría unas consecuencias beneficiosas para las clases medias y los trabajadores de occidente. (No me atrevo a vaticinar lo mismo para el lado contrario, pues allí operarían, me temo, los viejos mecanismos dictatoriales, el “despotismo asiático” del que ya hablara el barón de Montesquieu). ¿Y eso por qué?

Supongamos que las empresas de automóviles alemanas ya no pudiesen trasladar sus plantas de producción a China, a Rusia; y luego no pudiesen tampoco vender sus coches allí, ni en buena parte de Asia Y que otro tanto les ocurriera a las grandes, y no tan grandes, empresas de todos los sectores en Europa, Estados Unidos, Japón, Australia. ¿Qué harían?

Podrían cerrar. Pero entonces, se acabó el negocio. Sería el fin del proceso de acumulación inherente, al menos desde la Primera Revolución Industrial, al Capitalismo. No. Aún les quedarían los países taller, amén de toda África y América, para explotar el mercado de factores en las mejores condiciones posibles. Por otra parte, la carrera de armamentos y de propaganda que se reactivaría, posiblemente les ofrecería pingües posibilidades de negocio y contratos con los Estados de su bloque geopolítico. Y con todo esto, la situación actual, extraordinariamente ventajosa para esos inversores, no podría mantenerse igual. ¿Por qué?

Hoy cualquiera puede operar empresarialmente en los países desarrollados: aprovecharse de sus externalidades positivas, casi de forma gratuita: de sus leyes, que protegen la propiedad y el librecambio; de sus modernos sistemas de comunicación, transportes, sanitarios, fabriles, educativos; de su rico y formado capital humano, todos ellos factores que costea, vía impuestos y endeudamiento público, el conjunto de la sociedad y en especial, las rentas del trabajo, en beneficio de unos pocos, que son los que obtienen esas ventajas. Estos inversores, estatales y privados (¿qué diferencia hay?), en los últimos años y sobre todo durante la providencial para ellos, crisis económica, han podido volverse cada vez más competitivos a costa del deterioro de los salarios y de las condiciones de vida (incluidos los derechos cívicos) de las poblaciones en occidente. ¿Qué quiere decir esto? Que han podido combinar in situ, sobre todo en Europa y Estados Unidos, las ventajas del mercado de consumo con las ventajas del mercado de factores: han rozado el milagro, frustrado por el endeudamiento y el hundimiento del crédito a familias y pequeñas empresas, hijo bastardo de la especulación, de hacer que siguiéramos consumiendo como estadounidenses o europeos, pero ahora trabajando como chinos.

Ahora solicito al lector que haga una comprobación muy sencilla: que busque su cartera, su monedero, y cuente cuánto dinero (en moneda, en plástico) lleva encima. Luego, pregúntese a sí mismo cómo ha conseguido ese dinero, y qué hará con él. Y cómo volverá a traerlo a su cartera mañana, y pasado mañana. Es evidente que ese dinero, sin el que nadie podrá venderle nada (salvo mediante crédito, es decir, con el dinero de mañana, que es el dinero de los otros), lo ha obtenido vendiendo algo: si no posee otros bienes, habrá vendido o empeñado su trabajo. ¿A quién? Al empresario, estatal o privado (¿hay mucha diferencia?) que haya tenido a bien contratarlo.

Cada uno de nosotros, pobres mortales, ha de vender parte de su vida, su tiempo de trabajo, en el mercado de factores (u obtener un crédito equivalente) para poder luego comprar el producto del trabajo combinado con el capital, propio y ajeno, en el mercado de bienes y consumo. Ahora bien: si los famosos inversores tuvieran que restringir sus áreas de operación a Europa central y occidental, Norteamérica, Japón, y (fundamentalmente como mercados de factores y de bienes con escasa incorporación de valor capital) a sus antiguas colonias, ¿qué ocurriría con nuestros salarios? Subirían y se consolidarían. Al menos, por dos razones:

La primera, evidente: porque no podrían substituirnos por mano de obra asiática para producir lo mismo a mucho menor coste, como hacen ahora, hundiendo nuestra capacidad como vendedores de trabajo, al tener cerrado el acceso a los mercados de factores del bloque contrario. Nuestra posición como vendedores se vería, además, reforzada por una segunda razón menos evidente: ellos nos necesitan también como consumidores. Si no pudiesen vender sus productos en cualquier parte del mundo, como hoy, nuestra posición como compradores en el mercado de bienes y servicios que ellos proveen, se vería reforzada, a la par que el papel del Estado y el crédito.

Seguramente, y esto es algo indeseable y deprimente, la posición de los trabajadores y las pequeñas clases medias del bloque euroasiático volvería a ser (lo que acaso siempre fue) pésima, por no hablar de los derechos humanos, las libertades, la dignidad de las personas. Sólo por esto, y por los riesgos de una Tercera (penúltima) Guerra Mundial, un escenario como el que he dibujado es lo menos deseable que se me ocurre.

Sin embargo, para nosotros tendría consecuencias inmediatas positivas. Tal vez todo esto tenga algo que ver, en el fondo, con las reacciones neurasténicas, estridentes, que estos días da a conocer la prensa de nuestra clase política occidental. Me recuerdan a esos niños mimados en plena rabieta, a los que un grandullón acaba de quitar una golosina en el parque. El problema no es Crimea, sino la amenaza al gran chollo de la globalización económica (del que también son beneficiarias las élites rusas y chinas, ¡ay, que se lo digan a nuestro gobierno de España, que ha de amparar a los malhechores de medio mundo eliminando de un plumazo la Justicia Universal!). La mera posibilidad, por remota que sea, de que sus propias poblaciones, aquellos a los que cínicamente llama “ciudadanos”, puedan vender su trabajo en condiciones más favorables e incluso dignas, sin la espada de Damocles del mercado de trabajo depreciado de medio mundo, debe ponerles a estos demócratas nuestros los pelos de punta.

Pero esta es otra vieja historia.

 Sello de la antigua República Democrática Alemana.

Sello de la antigua República Democrática Alemana.


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