Abdicación real e inmovilismo
Por Agustín Ramírez , 15 junio, 2014
Cuando se aprueba la Constitución en España, diciembre de 1978, se materializa el tránsito de una dictadura, fruto de un golpe de estado que terminó con el régimen legal vigente, la II República. Esta Constitución vigente de 1978 solo ha tenido dos modificaciones en sus 36 años de vida: una, en 1992, referida al derecho de sufragio de los extranjeros en las elecciones municipales, es de una importancia menor y surge para adaptar nuestra constitución al recién firmado Tratado de Maastricht; la otra, en 2011, para garantizar “la prioridad absoluta” del pago de la deuda pública y sus intereses, así como que el déficit estructural no podrá superar los límites impuestos por la Unión Europea a cada uno de sus miembros; esta modificación tiene una importancia vital pues supone, en la práctica, un ataque no disimulado al Estado del Bienestar. Asimismo, la constitución de 1978, está considerada por los especialistas constitucionales como de las de tipo “rígido”; se trata de una constitución que requiere de unos mecanismos y procedimientos, no solo complejos, sino que solo pueden llevarse a cabo mediante un consenso muy amplio –mayoría de tres quintos de cada Cámara-. Si echamos mano de la memoria y de las hemerotecas, recordaremos que esta rigidez constitucional se vendió así en el período de la Transición, para garantizar la consolidación y la estabilidad de la vida pública española en democracia; pero este solo fue uno de los pilares de un proceso, la transición, que se consideró modélico –o así nos lo vendieron- y que, orgullosamente, se intentaba exportar al resto del mundo como ejemplo del tránsito de una dictadura a una democracia; sin embargo, a la altura de nuestros días, las sombras han ido oscureciendo ese proceso modélico y la información actual, cuestiona tanta bondad angelical.
La transición se basó en otros pilares que garantizaban el proceso de cambio lampedusiano: “si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. El poder económico, el poder judicial, el poder militar –incluidas las fuerzas de seguridad- no podía ni debía cambiar de manos; se trataba de vestir al poder con ropajes nuevos. Efectivamente, hay elecciones cada cuatro años, ha habido alternancia en el gobierno pero la corrupción se ha extendido como una mancha negra por toda la geografía nacional -desde la compra de diputados a los negocios más lucrativos a costa del erario público, pasando por la financiación ilegal de partidos-; los partidos políticos, fundamentalmente los dos grandes, se han convertido en una maquinaria organizativa donde, como fiel reflejo de la sociedad, una pequeña cúpula manda y decide sobre el resto de la organización –siempre amparados en una ley electoral injusta que anula la proporcionalidad que reclama el artículo 68.3 de la vigente constitución -; el papel de la Iglesia católica, amparada en el artículo 16.3 y los sucesivos concordatos, han hecho de España un país más confesional que laico y de la Iglesia católica una organización favorecida por el no pago de impuestos, favorecida en materia de educación a través de la enseñanza concertada; la desigualdad social cada vez es más grande según señalan los informes y estudios de cualquier organismo u organización; la injusticia fiscal es palmaria cuando las rentas del trabajo tributan más que las rentas del capital –sin entrar más a fondo en consideraciones de fraudes fiscales, delegaciones de grandes empresas en paraísos fiscales, promulgación de amnistías fiscales, incremento y privilegios de las sicav-; el tráfico de influencias –las llamadas “puertas giratorias”- que permite a los gobernantes, cuando dejan de serlo, el paso al mundo privado a precio de oro para favorecer los negocios gracias a los contactos adquiridos –y no será por que las compensaciones posteriores de ex ministros o ex presidentes, sean, precisamente, escasas; y por si fuese poco todo lo anterior, la Corona y su entorno están bajo sospecha por asuntos económicos y cinegéticos, cuando menos.
Pues bien, en ente entorno, se ha producido la abdicación del rey Juan Carlos I, y el traspaso del papel de rey a su hijo Felipe; esta abdicación, meditada, calculada y precisa por la garantía de estabilidad parlamentaria, hoy y ahora, frente al crecimiento de organizaciones que están deteriorando el voto a los dos partidos mayoritarios, claves para la estabilidad inmovilista; frente al crecimiento de la abstención electoral y frente al crecimiento del deterioro de la imagen de la Corona y adláteres; todo esto, insisto, ha dado lugar a una campaña mediática de protección a la imagen del rey de tintes fanáticos: las loas y alabanzas inundan las informaciones de los medios de comunicación: prensa escrita, radio y televisión, a la par que se ha rescatado a los viejos dinosaurios políticos como ejemplo de apoyo cualitativo a esta campaña. Tal campaña laudatoria, tan empalagosa resulta, que uno tiene la sensación inmediata de que solo puede ser falsa e interesada.
Pues bien, frente a esta ola de monarquía que nos invade y asola, unos pocos defienden la idea de que los tiempos han cambiado; de que la defensa del concepto república es ahondar en la defensa de un concepto de democracia más profunda y que una consulta sobre esta forma de estado sería necesaria y sana para todos. La respuesta que reciben es, al margen de los insultos y despechos de los ultramontanos que tanto abundan, que no lo permite la Constitución y que como ésta se votó en referéndum antes de 1980, ya nada puede hacerse, salvo por la vía legal, descrita al principio del artículo, y que ellos saben que nunca podría materializarse, salvo cuando ellos quieran y para lo que ellos quieran.
Cuando la sociedad está descontenta, cuando la sociedad lo demuestra y manifiesta, el poder político –primera barrera de protección del poder real- adopta las posiciones más numantinas posibles. ¿Será que les puede el miedo a perder sus privilegios? Frente a los cambios y los descontentos sociales su respuesta es: todo está bien, todo debe de seguir igual. Conclusión: se debe seguir adelante con las reivindicaciones, con las reclamaciones de más democracia, de más justicia social. Se podrán perder batallas pero la guerra tiene su final en un horizonte muy lejano.
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