Amboise, donde debiera reposar Leonardo Da Vinci
Por José Luis Muñoz , 17 agosto, 2015
No tomo por asalto el castillo de Chinon. No hay tiempo. Desayuno el buffet del hotel para ahorrar la comida y, sobre todo, tener más horas disponibles. Planifico el GPS hacia mi destino con sabor de zumo de naranja, café con leche y cruasán en la boca: Amboise. He dormido poco, y estoy cansado, pero viajar implica sacrificios de los que luego uno se repone con unas vacaciones más tradicionales de haragán.
El viaje hasta Amboise es largo. Algo más de un centenar de kilómetros por una planicie que ha esculpido el apacible y ancho río Loire que discurre cuatro metros por debajo del asfalto. Cruzo Tours y bordeo, desde ese momento, una carretera paisajística que corre paralela al curso de agua. A veces me distraigo para mirar a la gente que pesca en las orillas; los que bajan en canoas, empujados por una levísima corriente; los grupos de patos; o familias que meriendan en la hierba, a su orilla, con las viandas sobre manteles, una imagen que me lleva indefectiblemente a Le dejeuner sur l’herbe de Auguste Renoir.
Dos kilómetros antes de llegar a Amboise, la cola de coches es tan larga que decido dejar el mío en el arcén de hierba y hacer el trayecto que me falta por llegar a la villa a pie. Las nubes de la mañana han dejado paso a un sol espléndido, pero no hace excesivo calor para ser agosto. Adelanto a buen paso la fila de coches detenidos y enfilo el puente del Mariscal Leclerc, quien liberó París de los nazis con regimientos de republicanos españoles. La Isla de Oro es una diminuta porción de tierra, en medio del Loire, con unas pocas casas, un camping y un monumento al héroe francés. Tras cruzar el Quai Charles Guinot, que luego se convierte en Charles de Gaulle, con su fachada de restaurantes y tiendas, me interno en la población que debe su nombre al modesto río Amasse que rinde sus aguas al Loire. En la Rue Víctor Hugo, la más comercial de esta villa de 13.000 habitantes, cuyo escudo de armas son tres barras rojas alternadas con otras tantas amarillas bajo 3 flores de lis sobre fondo azul, repleta de terrazas de restaurantes, puestos de comida y productos artesanos, se encuentra la escalera de acceso al Castillo Real de Amboise.
El castillo se encuentra a buen recaudo en la parte más alta de la población y defendida por una muralla maciza de unos veinte metros de altura que lo envuelve en un cerco perfecto junto a sus jardines. El castillo, con planta en forma de L, mira al río Loire desde su imponente altura y a las casas de piedra blanca y tejado de pizarra, muchas de ellas nobles, que conformaron la población que creció a su alrededor.
Hugues, un vasallo de Blois, fue el primer señor feudal de la población, quien iniciara las obras de la fortaleza en un lugar en el que celtas y romanos habían establecido fortines. Hugues, al que cabe suponer el matón del villorrio, funda su propia dinastía, adoptando el patronímico Amboise, hasta que el rey Carlos VII le desposeyó de título y propiedad. El castillo fue agrandándose y mejorando. El monarca Luis XI es el que acomete las reformas más importantes de la fortaleza en donde residió en compañía de su esposa Carlota de Saboya y sus hijos. Carlos VIII, el delfín, pasó en el castillo su infancia bajo el ojo vigilante de su preceptor Jean Bourré. A los pies del castillo, la entonces diminuta villa de Amboise no ofrecía ningún encanto ni comodidad al viajero, ningún forastero podía pernoctar por falta de posada, algo que le tranquilizaba al monarca obsesionado por la dañina peste que asolaba Europa. Así es que cabe imaginar una familia real aburrida, encerrada entre las cuatro paredes del castillo sin más actividad que ir de caza, contemplar los atardeceres en las aguas del Loira. Carlos VIII tomó cariño al lugar y lo embelleció una vez entronizado. Contrató, para ello, a los mejores maestros de obras: Colin Biart, Guillaume Senault, Louis Armanjeat, Pierre Trinqueau y Jacques Surdeau. El rey francés se gastó una fortuna de la época en comprar toda clase de adornos para embelleces las paredes de su mansión regia, contrató al paisajista italiano Pacello de Mercogliano para diseñar su jardín, pero poco pudo disfrutar de ella ya que, cierto día, seguramente por la premura de evacuar sus necesidades, se golpeó la cabeza con el dintel de una puerta de la galería de Hacquelebac, la infecta letrina del conjunto, y nueve horas más tarde espiró. Una muerte nada épica.
Tuvo que ser otro rey de Francia, Francisco I, el hijo de Luis XII, quien siguiera con las obras de mejora del edificio. Bajo su reinado la corte se fijó varias veces en Amboise, y fue testigo de la sangrienta matanza de los hugonotes alzados en armas contra el rey y literalmente exterminados en una orgía de sangre que duraría varios días. La servidumbre hubo de afanarse luego en limpiar de suelos y paredes los restos de sangre y vísceras de los infelices que fueron decapitados y descuartizados en sus salas en nombre de Dios.
Tras pasar por taquilla, una rampa, por la que podían subir perfectamente caballos y carruajes que transportaban mercancías desde el Loira, alcanzo la enorme meseta ajardinada en la que se asienta el castillo y mi primera visita es a la pequeña capilla renacentista de San Hubert, que se integra a la muralla como un torreón más, y que guarda en su interior, o debería guardar, porque fue profanada por los hugonotes, los restos mortales de Leonardo da Vinci, que pasó sus tres últimos años de su vida en Amboise, invitado por el rey Francisco I que le cedió la mansión Le Clos Lucé. No es el único italiano de renombre que suspiró por los pasillos de este palacio. Catalina de Medicis también vivió en él y algún retrato da constancia de ello. Y fue prisión, dulce, hay que decirlo, de un líder argelino, el emir Ab Al-Quadir, que se oponía a la colonización de Argelia.
Visito, entonces, el castillo, junto al que flamean una fila de banderines. Las habitaciones de los monarcas son suntuosas, pero no excesivamente grandes. Hay aposentos reales cuyas paredes han sido cubiertas por vistosa seda roja. Los retratos de algunos de los moradores del castillo ocupan paredes, junto a vistosos jarrones, cornucopias y secreteres. Las camas de los dormitorios, cubiertas por baldaquinos, son el único territorio en donde existía una cierta privacidad que no existía en los aposentos comunicados unos con otros, territorios de paso, porque a nadie se le había ocurrido inventar el pasillo.
El castillo Real de Amboise mantiene algunos elementos góticos, arcos ojivales, junto a una mayoría claramente renacentistas. Tejados a dos aguas de pizarra, y el cónico que corona una torre de defensa, contrastan con el blanco de la piedra, una paleta bicolor que también se extiende por todo el pueblo conformando un conjunto armónico.
Amboise es más que su castillo, así es que decido explorarlo una vez que abandono esa residencia regia poblada por tantos fantasmas del pasado. La calle peatonal Víctor Hugo pierde su ebullición a medida que me alejo del castillo. Hay que pasar por debajo de la Torre del Reloj, y ascender suavemente hacia una colina, para llegar a la iglesia románica de Saint Denis, del siglo I, un conjunto de seis construcciones imbricadas con tejados a dos aguas de pizarra y el del campanario, piramidal.
El cansancio, el hambre y la sed me desarbolan a eso de las 17 horas. Tarde para comer, pronto para cenar, mi salvación es una pequeña cafetería lejos del bullicioso centro, en la que me refugio buscando el frescor de su aire acondicionado, y cuyos ventanales, esmerilados, me permite contemplar lo que sucede en la calle mientras bebo mi café con leche y esa tarta tatin de manzana a la que me he vuelto adicto.
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