Cheverney, el castillo del capitán Haddock
Por José Luis Muñoz , 21 agosto, 2015
Otro castillo privado, que, quien haya leído los álbumes de Hergé, le sonará de inmediato. El ilustrador belga, del que me declaro seguidor, facción capitán Haddock, tomó el castillo tal cual, exteriores e interiores, para una de las aventuras de su héroe Tintín, así es que el paseo por las estancias suntuosas de le Château de Cheverney se convierte en un permanente déjà vu y uno puede ir sustituyendo las viñetas del álbum por las estancias y corredores del palacio, más que castillo.
Como en L’Islette, los amos del castillo están al pie del cañón, y al pie del cañón no es cortar rosas en el jardín, en donde tendrían trabajo dada su desmesurada extensión, sino que la ilustre pareja, él hablando un perfecto castellano sin acento, y ella con aspecto campesino, pero elegante, corta la entrada a la puerta de su mansión y da unas cuantas indicaciones para la visita. Los castellanos, mejor dicho, los palaciegos, muestran parte de sus intimidades a cambio de 10 euros, y no cuesta nada imaginar a la pareja, cuando cierre el recinto y haya salido el último visitante, sentada, contando los ingresos del día mientras abren ostras y beben champán.
El palacio data del 1620. Los Hurault, financieros reales, lo detentan desde entonces y por allí han pasado cinco reyes para los que trabajaron. Encargaron la edificación al arquitecto Boyer de Blois y a Jean Monier la decoración interna.
El comedor es una de las partes nobles de la casa. Sus paredes están tapizadas con cuero de Córdoba y en ellas se reproduce el escudo de armas de los Hurault: una cruz azul y soles rojos. Sobre la monumental chimenea, un busto de Enrique IV. El revestimiento de madera está decorado por Jean Monier, formado en Italia con la Reina María de Medicis, que toma motivos del Quijote. El barroquismo de los motivos ornamentales, su recargamiento, la abundancia de molduras doradas, me cansa. Hasta treinta comensales pueden disfrutar de la cocina de Cheverney.
La escalera, renacentista, está esculpida en toba blanca. En el primer rellano destaca la impresionante cornamenta de un antepasado prehistórico de un alce.
El visitante puede echar un vistazo a los apartamentos privados, decorados por los vizcondes de Sigalas, padres del actual dueño. Las cámaras cambian de color según su uso. En La Amarilla, se presentan en sociedad los nacimientos (cama con cortinas; doble alfombra en el suelo; vestidor, chifonier, escritorio y cuna de balancín); la Cámara Azul pertenece a la señorita soltera; la Roja parece pecaminosa; la Verde es un pequeño comedor privado, vecino a una cocina, en el que se ha dispuesto vajilla de porcelana sobre el mantel blanco que cubre la mesa redonda, presidido por una cabeza de ciervo de cristal. Hay una sala de caballeros, con mapamundi, frascos de alcohol, vacíos, y ceniceros, para que los varones se retiren a hablar de sus asuntos mientras las damas hacen lo propio. La de los infantes es alegre, luminosa, y alberga, en una esquina, una cuna con cortinaje, y en el suelo aparecen esparcidos juguetes de niño bien: caballitos con ruedas. Hay cuadros, marcos dorados, objetos de decoración, cómodas, cortinas, todo lo que se le puede exigir a una casa elegante como Cheverney. Imagino a Milú levantando la pata y orinándose sobre una alfombra. O al capitán Haddock, tras una de sus formidables borracheras, lanzar una vomitona sobre el cortinaje de cretona.
Hergé, el nombre artístico del belga Georges Remi, tipo de derechas bastante racista, transformó el castillo de Cheverny para crear la Mansión Pasador, la residencia oficial del malhablado y borrachuzo capitán Archibald Haddock que apareció por primera vez en El secreto del Unicornio.
La Sala de Armas es una de las estancias cruciales. Aquí se reunían los machos de la familia a rememorar sus escenas de caza, ahora, sus batallas, antes. El techo está cruzado por vigas y viguetas a la vista, profusamente decoradas con cuadros y medallones con marcos dorados, sin dejar un solo espacio libre. Sobre la chimenea, Mercurio y Venus, esculpidos en madera dorada, enmarcan la historia de amor de Adonis. No es el único motivo clásico de la sala. Tapices con escenas de la Iliada y la Odisea, y del rapto de Helena, decoran las paredes. Hay mandobles, espadas, alabardas, cuchillos, pistolas, armaduras, toda la panoplia antigua militar.
La sala de música era la femenina, adonde se retiraban las damas con sus abanicos a escuchar como un virtuoso tañía la enorme arpa que hay en el suelo. Una pareja de bailarinas, esculpidas en madera policromada, agita su corona de triunfo y muestra una pierna escoltando el retrato de una aristócrata que vuela sobre la chimenea. La decoración es discreta y suave, con las paredes grises azuladas y adornos geométricos. Un enorme espejo permite a las damas repasar sus tocados.
La biblioteca, no muy grande, está presidida por un piano de cola y unos violines que descansan sobre el tapizado de los butacones. Los libros, encuadernados uniformemente, ocupan las estanterías cerradas con entramado metálico hasta el techo. No hay un solo hueco libre, por lo que deduzco que los libros que sobraron, después de rellenar las cuatro paredes, fueron arrojados directamente a la chimenea.
Cruzo el jardín y me dirijo a la Orangerie, el comedor de verano, a unos doscientos metros de la casa y tras bordear un pequeño estanque con surtidor y pasear por una rosaleda. Pido un helado de limón y me siento a una de las mesas exteriores desde la que domino la propiedad mientras propino lengüetazos a la refrescante bola. Sin duda Cheverney, palacio y no castillo, subrayo, es de las posesiones más exquisitas que he visto en el Valle del Loire, pero me sobra su decoración sobrecargada de rico que quiere hacerse ver.
No termina mi visita con ese helado en la Orangerie. La posesión se extiende, fuera del palacio, nada menos que por cien hectáreas de bosque por donde corren ciervos y jabalíes con el único fin de ser cazados. Y ahí entran los cazadores, los dueños del castillo y sus invitados, perfectamente uniformados sobre sus caballos andaluces que no se ven. A unos doscientos metros de la construcción palaciega encuentra el visitante la perrera. Una jauría de unos cien perros se amontona en poquísimos metros cuadrados; los canes ladran constantemente, se enseñan los dientes y se montan unos a otros, en un espectáculo que hiela la sangre. Los perrazos sabuesos son gigantescos e imagina uno lo poco que duraría si cayera en sus dientes. Lo mismo que duran los ciervos y los jabalíes cuando son rodeados y despedazados, sin alternativa, por la feroz jauría. Entiendo, en directo, el término jauría y su connotación peyorativa de avidez por la sangre. No hay el más mínimo rasgo amistoso en ese centenar de canes hacinados que esperan que los suelten para ejercitar su primitivo instinto depredador. Por si alguien alberga alguna duda, un letrero advierte que los perros están muy saludables, que no están estresados, que se les alimenta adecuadamente y que se les asea a diario. Nadie lo diría. Están, valga la expresión, de un humor de perros.
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