Aquellos valientes soldados
Por Víctor F Correas , 31 agosto, 2015
Está delante de los hombres cuyo valor tanto le impresionó. Ahora que los ve tranquilos, allí, alineados, esperando sus palabras, apenas puede creer que sean los mismos que, días atrás, destrozaron a un enemigo al que tenían ganas.
Muchas. Y lo son. Sus rostros no difieren en exceso del que lucían ese treinta y uno de agosto ya pasado: caras agriadas, sin afeitar, con ojos ahora calmos y entonces encendidos. Caras de mala hostia las de los que empuñaron sus armas para expulsar al enemigo. Tiene tan vivo el recuerdo de lo que allí sucedió que sólo tiene que cerrar los ojos para volver a contemplar la escena que divisó desde una cercana atalaya: la niebla, un siniestro velo que amenazaba con echar por tierra sus planteamientos, las primeras descargas, el olor a pólvora. Y ellos, esos valientes soldados, avanzando contra el enemigo con las bayonetas caladas. Carraspea antes de hablar. Cuando lo hace, su voz resuena clara y serena. No es de emociones aunque el momento lo exija. «Guerreros del mundo civilizado: Aprended a serlo de los individuos del Cuarto Ejército que tengo la dicha de mandar. Cada soldado de él merece con más justo motivo el bastón que empuño”.
Las últimas palabras aún resuenan en las paredes del cuartel de Lesaca ese cuatro de septiembre, que es el día en que las pronuncia. Pero sus pensamientos siguen en el cercano treinta y uno de agosto. La visión de los enemigos huyendo, buscando la protección de su tierra. Eso, los que siguieron con vida; los que tuvieron suerte de no caer despeñados ladera abajo empujados por los soldados a los que ahora dedica las palabras que pronuncia. Su valor. Su hombría. Los persiguieron desde Castilla, y en cuanto los tuvieron delante, fueron a por ellos. El odio, que incendia el alma y enloquece al hombre. Vuelve a hablar: “Todos somos testigos de un valor desconocido hasta ahora; del terror, la muerte. La arrogancia y serenidad, de todo disponen a su antojo. Dos divisiones fueron testigos de este combate original sin ayudarles en cosa alguna y esto por disposición mía para que se llevaran una gloria que no tiene compañera”.
Está satisfecho, muy satisfecho. De todo lo conseguido. Atisba algunos de los rostros de esos hombres, los más cercanos. Sus palabras apenas hacen mella en ellos. Imperturbables, asisten al discurso que tiene preparado como quien oye llover. Han cumplido con su papel, parece pensar mientras los contempla. Anónimos hombres. Qué les deparará la suerte a partir de ahora. No lo sabe, pero confía en que sea la mejor. Lo merecen. Ahora esboza una pequeña sonrisa. Tiene que terminar de hablar. Se ha reservado la mejor parte del discurso. Toma aire. Quienes le escuchan se lo merecen: “Españoles: Dedicaos a imitar a los inimitables gallegos, distinguidos sean hasta el fin de los siglos por haber llegado en su denuedo hasta donde nunca nadie llegó. Nación española, premia la sangre vertida por tantos cides. Diez y ocho mil enemigos con una numerosa artillería desaparecieron como el humo para que no os ofendieran jamás”.
Con esta arenga pronunciada por el General Wellington en el Cuartel de Lesaca el día cuatro de septiembre de mil ochocientos trece quiso recordarla valentía del Cuarto Ejército o Ejército de Galicia, que tal día como hoy hace doscientos dos años destrozó al francés en la segunda Batalla de San Marcial, en las cercanía de Irún, expulsando de España al ejército de Napoleón. Así se ponía fin a la Guerra de la Independencia.
Porque el día no da para más. Si acaso, la muerte de Diana de Gales, que falleció tal que hoy dieciocho años en París, huyendo de fotógrafos y demás ratas interesadas en extraer de su vida hasta la última gota.
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