Bach y el azar minusvalorado
Por Mario S. Arsenal , 22 enero, 2014
La lógica no está capacitada para explicar el acontecimiento que ha tenido lugar esta misma mañana cerca de mi casa. Como es costumbre en mí, he madrugado pero sin la sensación de sentirme asistido por el Altísimo ni ninguna elucubración por el estilo, aunque algo parecía indicar que hoy aparecería algún ente sobrenatural. Así las cosas, he puesto en marcha ese ejercicio diario tan prosaico como necesario: comprar una barra de pan. Al bajar y pasar al lado de los distintos contenedores, me he topado con una maltrecha caja de cartón. Dentro se hallaban un centenar de discos compactos. La primera emoción ha sido contradictoria. El pasmo y la turbación han sido extraordinarios cuando he podido comprobar que se trataba de una rica y generosa colección de música clásica. Esto no dejaba de sugerirme cierta desconfianza. ¿Estarían rayados? ¿No se escucharían y por eso alguien los había abandonado? Mientras me hacía estas preguntas inútiles para las que no tenía respuesta, no dudé un momento en trincar la caja y ponerla a buen recaudo. La subí a mi casa.
Después de cumplir con las diversas labores domésticas, me dispuse a echarles un vistazo más detenidamente. Allí estaba, como nueva. Una nutrida colección de Decca, Philips o Deutsche Grammophon entre los que pude ver a Mozart, Purcell, Vivaldi, Beethoven, Ravel, Puccini o Verdi. ¿Qué hacer con todo eso? Todos sabemos que estos son malos tiempos para la lírica, que la cultura escasea y que, al menos la poca que queda, se paga a precio de oro. ¿Por qué dejar en mitad de la calle un centenar de composiciones maravillosas al azar de estos tiempos modernos de necesidad? Seguía empeñado en interrogarme a mí mismo pero sin tener respuesta. Era evidente. Al menos podía haberse tomado la molestia de depositarlos en algún lugar apropiado, me decía. Qué sé yo, en una biblioteca pública, en un instituto tal vez, incluso en una universidad, aunque era obvio que para tal propietario era un esfuerzo inconcebible. Sea como fuere ahí estaba yo, arrodillado frente a un arsenal de música espléndida y sugerente. Contabilicé el número de compactos y, mientras lo hacía, tuve tiempo suficiente de ir reproduciendo uno tras otro, alternativamente, como una fiebre por el clásico autoinducida por circunstancias fortuitas. El Réquiem de Mozart sonaba más hermoso que de costumbre; el Invierno de Vivaldi resplandecía vivo entre tanto frío empañado de bruma; incluso la Novena de Beethoven, que no es de mis piezas favoritas, retumbaba en los cimientos de mi alma con un colorido inusitado.
Magnificat de J. S. Bach editado por Philips (1990)
Así discurría la mañana hasta que me crucé en el camino con algo providencial. Sí, providencial. Y ahora veréis por qué. Una composición menor de Johann Sebastian Bach, el Magnificat, y perdónenme los amantes de la música clásica si utilizo un adjetivo ciertamente menguado para referirme a uno de los padres de la música, pero es que dicha coloratura no se encuentra entre las composiciones más reseñables de Bach, sin embargo, como digo, el Magnificat irrumpió entre tanta monotonía de cajas de plástico como si de un viento nuevo se tratase. Quería oírlo. Entonces lo escuché con detenimiento una, dos, tres, hasta ocho veces giró el disco en el reproductor. La emoción era tal que tomé la decisión de profundizar aún más en esa composición menor y obtuve mi recompensa al hallar sabrosos conocimientos sobre el asunto. Resulta que el título de Magnificat responde a la oración que pronunció la Virgen María cuando se percató de lo hermosa que fue la Creación (se entiende que del mundo). Bach toma el texto de Lucas (1, 46-55) cuya transcripción fue traducida al latín y adaptada por el músico de Eisenach en 12 piezas diferenciadas pero de alguna manera conectadas al mensaje general de esta loa creacional.
El caso es que (¿por azares de la vida?) uno no puede encontrar empleo con facilidad o pagar la factura de la luz debido a la subida de las tarifas, pero sí puede tener ¿la suerte? de encontrarse con la indecisión de un vago propietario de antiguas maravillas que decide un buen día, ni corto ni perezoso, deshacerse de ellas tirándolas en la calle. Lo pensé, era obligado. ¿Sería fruto de una fallida relación sentimental la que empujaría a ese buen samaritano delegar en el azar el futuro de esas piezas musicales que en algún momento a alguien podrían cambiarle la vida? De las desgracias nos alimentamos todos. Y de la suerte. De lo contrario vean ese ejemplo fantástico de voz en off que firmó Woody Allen para la opening de Match Point.
El caso es que el azar siempre es bienvenido. Nos acordamos de él cuando alimenta nuestras ilusiones, pero no hay rastro de su poder cuando, por el contrario, nos dificulta la existencia. Esta primera entrada inaugural de la columna Arsenal de Letras predica con el ejemplo de que el destino no es siempre clarividente pero podemos servirnos de él para hacer reverdecer nuestros anhelos más profundos. Esta vez ha sido el Magnificat de Bach, mañana será una exposición y pasado mañana un libro que irrumpa en nuestra cotidianidad, señales todas ellas de que siempre hay que recibir al azar con los brazos abiertos y esperar a ser recompensados con una sonrisa. De tal modo el Magnificat ha sido una suerte de vehículo de expresión para cantar la alegría del instante y, al mismo tiempo, sentirnos felizmente partícipes de esta nueva etapa que comienza en El Cotidiano. Albergo la esperanza de que esto pueda ser un viaje acogedor. Ahora bien, como ya he dicho en otro momento, cojan piedras para el camino porque les harán falta para encontrar el sendero de vuelta. Comenzamos.
Ps. Quedo amablemente a vuestra disposición en mi web y en Twitter. Sed todos bienvenidos.
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