Britania, un millón de años de historia del ser humano
Por Jordi Junca , 9 septiembre, 2014
El próximo 28 de septiembre del presente año, miles de espectadores de todo el mundo habrán visitado Britain, one million years of human story, exposición que forma parte temporalmente del Natural History Museum de Londres. Al igual que el resto de salas del museo, ésta expone una colección de elementos relacionados con el origen de la vida y su evolución; en este caso, sin embargo, se centran muy concretamente en la presencia del ser humano en el territorio que hoy día ocupan las islas británicas. Sea como fuere, y aun abarcando solo los hallazgos de una pequeña parte de nuestro mundo, sus revelaciones no dejarán a nadie indiferente.
En Londres uno paga 17 libras por una entrada del Madame Tussauds, toma unos selfies junto a esas réplicas de personalidades famosas de ayer y hoy y después, tal vez, devore rápidamente un almuerzo a base de sándwich de atún y maíz. Por la tarde – ironías de la vida – un billete para el Natural History Museum cuesta 0 libras, pese a la solemnidad que desprenden sus vastas fachadas, aun cuando sus salas están ocupadas por hallazgos que acotaron considerablemente los misterios de la creación. Había visitado con anterioridad el museo, muchos años atrás, pero aun recordaba sus cientos de especies congeladas en el preciso instante en el que atacaban, mientras se alimentaban posando sus patas sobre una rama o cuando descansaban sobre la hierba blanda. Esta vez, no obstante, un cartel colgaba de una de las paredes, y en él los ojos decididos de un Neandertal me devolvían la mirada. Britain, one million years of human story, rezaba. Después de pagar una cantidad razonable de pounds, ingresé en la exposición a través de una puerta de cristal, y entonces el mío se unió al silencio que había impregnado el lugar. Quizás se tratara del respeto que inspiraba la más épica de las historias; de dónde venimos, quiénes somos, a dónde vamos.
Desde el principio, en ella se sucedían muestras que representaban vastos periodos de historia, y que con sus fechas aproximadas pretendían trazar una línea cronológica cada vez más clara la cual, sin embargo, por suerte o por desgracia, siempre está sujeta a cambios inesperados. En cualquier caso, los hallazgos expuestos describían con éxito considerable el aspecto que habrían tenido los homínidos que ocuparon territorio británico, los animales que habrían convivido con ellos e incluso el paisaje que los habría rodeado. Dientes de sable de tigres antiguos, esqueletos de hipopótamos que nadaban en el Támesis hace unos 125.000 años, los restos de leones que dominaban la sabana que se extendía en la actual Trafalgar Square también por aquel entonces. Paralelamente, se explicaban los avances tecnológicos que fueron alcanzándose a medida que el hombre se asentaba en el archipiélago británico, mediante piezas originales que descansaban detrás de una vitrina y reproducciones de herramientas que podían incluso manosearse. De hecho, con una ironía típicamente inglesa, unos rótulos pedían amablemente que se tocaran los objetos reproducidos (Please touch me); así, la experiencia se enriquecía a través de las puntas de los dedos, que repasaban con recelo las aristas de una afilada pieza de sílex. Se trataba de un viaje que te transportaba a la velocidad de la luz, lo más parecido a una máquina del tiempo. En resumen, en las diferentes fases del recorrido uno iba tejiendo el complejo entramado que constituye el árbol genealógico humano, desde el homo antecessor, pasando por el heidelbergensis, hasta llegar a la especie que más controversia ha generado: nos referimos, por supuesto, al hombre de Neandertal.
Piezas originales de sílex
Y, en efecto, doblé una esquina y allí estaba él, desnudo el pecho y anchos los hombros, las piernas cortas y robustas, la nariz gruesa y los mismos ojos devolviéndome de nuevo la mirada. Me acerqué lo máximo posible, miré de cerca aquel rostro familiar y me fijé en sus labios, que se torcían ligeramente en lo que parecía ser una sonrisa. Según decían los rótulos que lo rodeaban, parece ser que el Neandertal llegó a Inglaterra hace 500.000 años y su presencia fue intermitente, hasta asentarse al menos unos 40.000 años atrás, cuando acabaron coincidiendo con los hombres modernos o, lo que es lo mismo, el homo sapiens. Es a partir de este momento cuando la exposición centra toda su atención en la relación entre ambas especies. A propósito de ese posible vínculo, la arqueología había sostenido durante mucho tiempo que el neandertal era el eslabón anterior al sapiens, el penúltimo escalón de la escalera que formaría la evolución humana. Más adelante, las evidencias dibujaron una nueva línea evolutiva; en este caso, una lengua bífida que separaba a un homínido del otro en el tiempo y el espacio. No obstante, los últimos hallazgos (entre ellos los recogidos en la exposición) apuntan hacia una dirección interesante y peligrosa a partes iguales: el contacto entre ambos existió y, de hecho, compartieron algo más que batallas. En cualquier caso, allí estaba él. No mucho más lejos, una reproducción igual de inquietante de lo que habría sido un sapiens primitivo. Tal vez juntos de nuevo, seguramente por última vez.
A la izquierda, reproducción de un individuo de la especie Neandertal. A la derecha, escultura que refleja el aspecto de uno de los primeros hombres modernos provenientes de África.
Entonces Chris Stringer (experto del origen humano del Natural History Museum) irrumpía en una de las pantallas que habían acompañado en todo momento a las piezas expuestas. Su mensaje era claro y desconcertante: los últimos estudios genéticos confirman que todavía hoy se conserva parte del ADN Neandertal (hasta más de un 2% en algunos casos) en la sangre de individuos de origen europeo. Efectivamente, ello obliga a reconsiderar la relación entre una especie y otra, a aceptar que de algún modo se produjo un intercambio que trasciende a la cultura. Así pues, dice Stringer que el homo sapiens proviene de África y migra hacia la zona euroasiática aproximadamente 60.000 años atrás. 15.000 años después, ya se habría extendido por toda Europa y, al hacerlo, se habría cruzado con aquellos “otros” hombres que habitaban las tierras frías del norte. Lo que ocurrió después, sin embargo y por el momento, pertenece al terreno de la conjetura. Algunos estudios apuntan a que el cambio climático pudo favorecer al hombre de origen africano. Otros señalan que unos y otros se convirtieron en rivales para obtener piezas de caza, cazando incluso al enemigo, mermando poco a poco el número de adversarios. Quizás todo se limite a una cuestión de adaptación y jamás se enfrentaran. Lo único cierto es que el Neandertal se extinguió dejando parte de su legado en la sangre de hombres y mujeres que todavía llevan consigo genes que le pertenecieron.
Decíamos que esta revelación era interesante y peligrosa a partes iguales. Por un lado, la presencia de ADN Neandertal explicaría algunas de las dolencias actuales y defectos del organismo humano moderno. Por otro, de confirmarse al 100 % las conclusiones de Stringer, ello dividiría la raza humana en dos grandes grupos: aquellos que proceden de los homo sapiens que jamás abandonaron África y aquellos que, por el contrario, son el resultado del contacto entre hombres modernos y neandertales. La posibilidad de acercarnos con tanta precisión a nuestro origen puede emocionarnos y erizarnos la piel; no obstante, y ese es el peligro, puede despertar rivalidades que se suponía yacían en algún lugar del pasado. Sea como fuere, llegados a este punto uno se da cuenta – una vez más – de que la Historia (o la prehistoria) posee la verdad hasta que se diga lo contrario.
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