Bye Bye Love
Por José Luis Muñoz , 29 noviembre, 2021
Los escritores nos engañamos a nosotros mismos diciendo que vamos a ser inmortales. Ni Julio Cortázar, ni Borges, ni Tolstoi, ni Kafka van a escribir ya más de lo que han escrito. Nos consolamos diciéndonos que vamos a seguir viviendo cada vez que un lector abra uno de nuestros libros a la luz de una lámpara en una biblioteca remota cuando se haya publicado nuestro obituario, pero sabemos que eso no es cierto, porque no vamos a enterarnos a no ser que vaguemos como fantasmas entre los anaqueles. Carlos Manzano, un escritor y amigo mío al que admiro, decía en uno de sus magistrales relatos Cuando uno se muere, el universo entero se extingue con él. Ante la muerte, un pensamiento que anda por ahí dentro rondándote, que marca inevitablemente tu día a día aunque intentes relativizarlo (uno de mis verbos favoritos hasta el punto de que a veces pienso que se puede relativizar la propia muerte) no hay salida posible. Como Juan Madrid, me pregunto, y supongo que nos preguntamos todos los letraheridos, cuántos libros nos quedan por escribir.
A Almudena Grandes la conocí sin tratarla mucho. Me pasó el testigo de la Sonrisa Vertical en 1990, estuvo en ese jurado con Juan Marsé, Luis García Berlanga y Ricardo Muñoz Suay, todos muertos, y muchos años después en otro jurado que me premió en Córdoba creyendo que era un escritor cubano, así es que presumo que deberían gustarle mis libros, de hecho destacó “la originalidad de la trama, los momentos de brillantez y lo bien escrita que estaba”, así es que presumo que deberían gustarle mis libros. A mí me gustaba leer sus columnas cuando publicaba en El País y compraba ese diario, su ardor republicano inalterable, su adscripción a esa izquierda en la que muchos militamos aunque no estemos encuadrados en ningún partido político. Admiradora de Galdós, inició unos episodios nacionales, los de una guerra interminable, centrados en los derrotados de nuestro conflicto civil. Las heridas seguían abiertas y Almudena estaba allí para recordar que seguían supurando.
En algún momento pensé en invitarla al festival de Bossòst, puesto que la primera de las novelas de esos episodios nacionales, Inés y la alegría, estaba ambientada en esa población en la que vivo la mayor parte del año. Lamentablemente no obtuve respuesta de su agente literario. La fui viendo en entrevistas, aprecié su rotundidad a la hora de decir las cosas, envidié su seguridad, yo que dudo de todo y soy un profundo descreído, pero confieso que no leí ninguna de sus novelas salvo Las edades de Lulú, así es que poco puedo decir de ella como novelista, sí como articulista.
Dejar la vida a los 61 años es injusto porque estoy convencido de que Almudena Grandes tenía muchos proyectos en la cabeza ahora truncados. Seguramente la escritora madrileña deja apuntes para próximas novelas que no me extrañaría que se publiquen post mortem como se ha hecho con muchos escritores que han fallecido: los cajones son muy insondables y la vida corta.
La muerte ajena le hace a uno pensar en la suya, de lo que hará en ese momento de cruzar el umbral hacia la nada absoluta, de cómo afrontará ese instante, porque nadie nos enseña a morir, tampoco a vivir, es un aprendizaje, pero si en el segundo caso sueles tener de margen unos cuantos años por delante para saber de qué va la vida, cuando se presenta la muerte, si es que se anuncia, el tiempo suele ser muy breve. Se me han muerto tantos referentes cinematográficos, colegas, amigos y familiares que ya he dejado de contarlos.
¿Cómo le gustaría morirse a uno? Pues como Roy Scheider en Al That Jazz, caminando por un túnel luminoso al final del cual nos espere Jessica Lange vestida de blanco, al ritmo endiablado de Bye Bye Love. Bob Fosse sí que relativizó su propia muerte en ese musical extraordinario.
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