Carlos Saura no cumple cien años
Por José Luis Muñoz , 15 febrero, 2023
O sí. Porque seguramente este maño universal, como ese otro que fue Buñuel, será recordado por los tiempos de los tiempos, sus películas estudiadas y disfrutadas por futuras generaciones. O eso espero.
Cada uno, imagino, tiene sus Sauras particulares no siempre coincidentes. Aunque vi, en su momento, Los golfos y Llanto por un bandido, fue con La caza, titulo coincidente con uno de los filmes más redondos de Arthur Penn porque a la censura no le gustó el de La caza del conejo (¡qué mal pensados eran los censores!) cuando me noqueó el director oscense. Árida, hasta quemar la piel del espectador gracias a su fotografía y con cuatro personajes poco empáticos interpretados por cuatro actores en estado de gracia (Alfredo Mayo, Emilio Gutiérrez Caba, Ismael Merlo y José María Prada) podría inscribirse perfectamente en lo que ahora se denomina rural noir con un crescendo que terminaba con esa explosión de violencia seca, como el paisaje yermo en donde se desarrollaba.
Confieso que no entré jamás en esa etapa críptica que el director desarrolló a continuación con una serie de películas alegóricas que cimentaron su carrera cinematográfica y en las que casi siempre estaba su musa y pareja de entonces Geraldine Chaplin y el productor Elías Querejeta con el que formaban tándem. Ni Peppermint frappé, ni Stress es tres, tres, La madriguera, El jardín de las delicias, Ana y los lobos, La prima Angélica, Cría cuervos, Elisa vida mía o Mamá cumple cien años, su frenética producción posterior desarrollada durante el franquismo y contra la censura, dejaron en mí huella. Se dirimía entonces una guerra sorda entre el cine mesetario (Carlos Saura, Mario Camus, Angelino Fons…) y el afrancesado que se hacía en Cataluña con la Escuela de Barcelona (Jorge Grau, Vicente Aranda, Gonzalo Suárez, Ricard Bofill, José María Nunes…), y yo a aposté por este último.
No fue hasta que filmó en 1981 una de las mejores películas del cine quinqui, Deprisa, deprisa, con actores no profesionales, y alguno de ellos delincuente que acabó tan mal como los personajes de la película, que me reconcilié con el director. Al son de una banda sonora impagable de los Chunguitos y Paco de Lucía, Carlos Saura se sumergía en el mundo marginal de esa juventud sin futuro, atrapada por la heroína, que robaba coches, bancos y vivía al límite. El film de Saura se abría paso, entonces, cuando en ese género reinaba Eloy de la Iglesia y su cinematografía revulsiva, provocadora y deliberadamente cutre.
El director dio otra vuelta de tuerca a su carrera y empezó a rodar documentales exquisitos como Carmen o El amor brujo en los que brillaba la fotografía de Vittorio Storaro, que vi sin entusiasmo, para sorprenderme de nuevo con esa crónica de la conquista de América que fue El Dorado, un film épico centrado en la odisea enloquecida de Lope de Aguirre, que fue vapuleada por la crítica y el público y a mí me pareció una de las mejores películas históricas del cine patrio, superior a la que rodara Werner Herzog con el enloquecido Klaus Kinski muchos años antes con la misma temática. En la película española, los aborígenes americanos eran seres invisibles que disparaban sus dardos desde las orillas de ese río maldito por el que navegaban los españoles en un trayecto similar al de Apocalipse now de Francis Ford Coppola, y los peores enemigos eran ellos mismos que se asesinaban en luchas fratricidas.
En 1990 el director maño sorprendió a propios y extraños ofreciendo un papel digno a Andrés Pajares en ¡Ay, Carmela!, en la que el cómico brillaba junto a Carmen Maura, interpretando a una pareja de comediantes que trataban de sobrevivir a nuestra incivil guerra, un drama que golpeaba al espectador con esa sorprendente secuencia final que le ponía un nudo en la garganta. ¡Ay, Carmela! es, para el que esto escribe, una de las películas que mejor refleja ese conflicto fratricida y el odio subyacente que todavía no se ha apagado.
Carlos Saura me alegra con dos películas negras (creo que era un género en el que se sentía muy cómodo), ¡Dispara!, con una Francesca Neri recién salida de Las edades de Lulú, y Antonio Banderas, un film seco y duro sobre una violación y la implacable venganza que la víctima lleva a cabo, y Taxi, una denuncia del fascismo a través de una trama que tenía como protagonistas a un grupo de taxistas que daba palizas a inmigrantes, toxicómanos y homosexuales en su cruzada por limpiar España.
Ni Goya en Burdeos ni Buñuel y la mesa del rey Salomón, sendos homenaje a sus admirados paisanos, me llegaron, sobre todo la segunda, un ejercicio de surrealismo naif, pero sí ese regreso al género negro que fue El séptimo día sobre la tragedia de Puerto Hurraco en la que contó con unas interpretaciones de lujo por parte de Juan Diego, Victoria Abril y José Luis Gómez, otra incursión en el rural noir. Y a partir de ese momentos el director se centró en el género documental exclusivamente filmando óperas, obras teatrales, homenajes al flamenco, la jota, el fado o la música de Argentina. No volvió a rodar ficción y hasta prácticamente su último suspiro lo dedicó a su pasión cinematográfica con dos documentales, 33 días, sobre los que tardó Pablo Picasso en pintar Guernica, y Las paredes hablan, sobre la importancia de la pintura desde el arte rupestre a nuestros días.
Carlos Saura, como los grandes creadores universales, fue un ser multidisciplinar e inquieto fiel a sí mismo, al margen de modas, un artista en constante progresión que se tomaba siempre muy en serio su profesión. Se lleva a la tumba dos Goyas al mejor guion adaptado y mejor película por ¡Ay, Carmela!, la película con la que consiguió conectar con el gran público, una excepción en su filmografía, y no podrá recibir en mano el honorífico a toda su carrera que se le concede en la presente edición. En su última entrevista que recoge el diario El Mundo dijo algo con lo que todo verdadero artista debe comulgar: “Nunca hice cine para agradar a nadie ni por reconocimiento”.
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