Chenonceau, el castillo de las damas
Por José Luis Muñoz , 18 agosto, 2015
Para llegar a Chenonceau, el GPS me lleva por carreteras extrañas. Me gustan las comarcales, me agrada contemplar ese paisaje de prados infinitos y tierras roturadas por la labor de los campesinos, que surgen en donde mueren los bosques (algunos, inmensos, no parecen tener fin) y las casas de los villorrios, pero cuando el GPS me indica que me meta por un camino de tierra en cuya entrada aparece claramente el cartel de dirección prohibida y la advertencia de Voie privé, desconfío del aparato, enmiendo la ruta y le obligo a ir por una carretera más convencional.
Voy a Chenonceau, lo voy a confesar, por la imagen que tengo de él, el castillo sobre el agua, el paradigma de los castillos del Loire, seguramente el más fotografiado. Lo que no me espero, después de no haber encontrado prácticamente ningún coche por el camino, es tropezar con un gentío que se agolpa en las taquillas automáticas y hacer una larguísima cola bajo un sol de justicia. ¿De dónde salieron? Un misterio. Pero agosto es lo que tiene.
El bello castillo de Chenonceau, edificado en medio del apacible río Cher, querido, sobre los pilones del antiguo molino fortaleza, es conocido como el castillo de las damas, porque a él se retiraron, e intrigaron, una serie de mujeres influyentes sin la mirada vigilante de sus consortes que les dejaron que hicieran lo que les viniera en gana en ese dominio gigantesco enclavado en medio de un bosque infinito que proveía de carne suficiente (jabalí y ciervo) a los huéspedes que habitaron entre sus regias paredes.
Todo empezó cuando Diana de Poitiers, la favorita del rey Enrique II (bella y mucho mayor que el monarca, aunque disimulaba su edad con baños en las aguas frías del Cher, para tener firmeza en su cuerpo, y un magistral uso de la cosmética), recibió del monarca el castillo como regalo. La amante del rey de Francia diseñó los espectaculares jardines de la finca, que contemplo mientras me consumo en la cola, y el puente sobre el Cher sobre el que reposan las dos largas galerías.
Diana de Poitiers entró en desgracia cuando la esposa, y viuda, del monarca cuya intimidad compartían, (murió en un torneo, tras perder el ojo por un lanzazo), Catalina de Medicis, tomó las riendas de la monarquía y la echó de Chenonceau ofreciéndole el castillo de Chaumont-sur-Loire. La regente italiana, mujer intrigante donde las haya, mejoró los jardines, dotó al palacio de una segunda galería e hizo traerse de su país estatuas, cuadros y tapices.
La historia de la tercera dama del castillo, Luisa de Lorena, viuda de Enrique III, parece sacada de Edgar Alan Poe. La viuda real, de la que se dudaba que en algún momento hubiera consumado su matrimonio, presa del dolor y de la desesperación, empobrecida y olvidada por todos, se refugió en la última planta del castillo, en una habitación pequeña, oscura, cuyas paredes pintadas de negro intenso la hacían más lúgubre, entre crucifijos, estatuas de Cristo martirizado y lo más macabro de la iconografía católica. Ya no hubo más reinas en Chenonceau.
La cuarta habitante del castillo es, sin dudas, la que más simpatía me produce. Louise Dupin, a juzgar por los retratos, era una mujer tan bella como dulce, tan sensible como inteligente. La dama del castillo, durante el Siglo de las Luces, la mayor época de esplendor de la cultura francesa, organizaba tertulias a las que acudían Montesquieu, Voltaire o Rousseau.
La quinta dama no tiene el aura de las anteriores y el castillo entra en una franca decadencia. Marguerite Pelouze, hija de un burgués, invirtió el dinero que tenía, y el que no tenía, en hacer remodelaciones en el castillo que terminaron llevándola a la ruina más absoluta. Chenonceau fue vendido y revendido, hasta que se hizo cargo de él la República.
Simone Menier, una monja enfermera, es la sexta dama de la baraja de cartas de Chenonceau, convertido en hospital durante la primera guerra mundial. La abnegada dama sirvió en la resistencia francesa cuando los alemanes ocuparon Francia y tenían órdenes, entre otras cosas, de pulverizar el bonito edificio si se retiraban. No lo hicieron, por suerte.
Lo primero que tropieza el visitante al entrar es la sala de guardia. Entre historiados tapices, al calor del fuego de la enorme chimenea de piedra blanca trabajada y bajo el artesonado de madera del suelo, no cuesta mucho imaginar a los alabarderos sentados en esas sencillas sillas arrimadas a la pared y jugando a las cartas o a los dados mientras les llegaba el turno de la próxima guardia.
De la sala de guardia se pasa a la capilla gótica y espigada en donde lucen un San Antonio de Padua de Bartolomé Murillo, un Jesús predicando ante Isabel y Fernando de Alonso Cano y un Entierro de Sebastiano del Piombo. La encantadora Madame Dupin, protectora del dominio, convirtió el recinto sagrado en almacén de madera para salvarlo de la ira revolucionaria.
El aposento de Diana de Poitiers está presidido por su cama azul con dosel (las cortinas se cerraban cuando el monarca quería desfogarse con su favorita), apoyada en el tapiz flamenco que recubre una de sus paredes y representa el triunfo de la fuerza, y observada por una Virgen y el Niño de Murillo, que debió ser impuesta cuando el poder de la cocotte menguaba. Lo que más atención llama de la estancia es el retrato de una austera Catalina de Medicis, encima de la chimenea, que representa la victoria de la esposa sobre la querida.
En el gabinete verde, porque ese es el color de la tela de seda que recubre sus paredes, la reina regente gobernaba Francia rodeada de cuadros de artistas famosos: Tintoreto, Jordaens, Ribera, Veronese, Poussin y Van Dyck. En la pequeña biblioteca adjunta (si la aristocracia despreciaba la lectura, ¿quién leía?), con artesonados dorados en el techo, encuentro cuadros de Poussin y Andrea del Sarto.
La galería de la primera planta vuela sobre el Cher encima de los ojos del puente que forma la construcción al aprovechar los pilones del antiguo molino. De suelo ajedrezado, paredes blancas y 60 metros de largo por 6 de ancho, sus 18 ventanales garantizan la luz todo el día y la puerta del fondo permite salir del castillo por un brevísimo puente levadizo y desembocar en el gigantesco bosque sin límites que lo rodea. Aquí fue, precisamente, en donde la monja enfermera, y posteriormente resistente, Simone Menier, atendía s los heridos.
El salón de Francisco I, recubierto con seda historiada, mantiene retratos de Diana de Poitiers, como Diana Cazadora, junto a un autorretrato de Van Dyck y un cuadro de Zurbarán que representa a Arquímedes. La presencia en el castillo de tanta pintura española me extraña.
En el Salón Luis XIV, alfombra y paredes rojas, destaca la gigantesca chimenea blanca renacentista, el retrato de Luis XV de Van Loo y un Niño Jesús y San Juan Bautista de Rubens.
En el Aposento de las Cinco Reinas (La reina Margot, Elizabeth de Francia, María Estuardo, Elizabeth de Austria y Luisa de Lorena), hija y nueras de la intrigante regente Catalina de Medicis, destaca por la cama con baldaquín, el suelo de marquetería, los tapices que recubren las paredes con motivos históricos (sitio de Troya, Rapto de Elena, Coliseo romano y coronación del rey David), La adoración de los Magos de Rubens y el techo de artesonado.
El aposento de Catalina de Medicis, una de las mujeres más influyentes de la época, madre de dos reinas, aparece recubierto con exquisitos tapices flamencos bajo La educación del amor del pintor Le Corrége; la cama con baldaquino es grande y majestuosa y se halla elevada sobre una plataforma cubierta con alfombra rosada.
Pero el aposento más elegante del conjunto es el de un caballero, no el de una dama, dedicado a Cesar de Vendôme. Con rico artesonado en el techo, parqué de cuadrícula, suntuosa chimenea dorada y lecho completamente oculto gracias al cortinaje rígido del baldaquino, es, además, la habitación más amplia del conjunto.
La galería de la segunda planta, que permite hermosas vistas al Cher y a las barcas de remos que lo navegan en uno y otro sentido y pasan por debajo de los arcos del castillo, es la de los Médicis. En ellas, mientras paseo, descubro esculturas renacentistas, cuadros y grabados del castillo, una exquisita mesa con su imagen y un ejemplar de la novela Salambó dedicada por Gustave Flaubert seguramente a la encantadora Madame Dupin.
El último aposento que se visita, en lo alto del castillo, es el de Luisa de Lorena. En él se consumió, entre el dolor y la angustia, acentuadas por el negro de sus paredes, la escasa luz que entraba por ventanales permanentemente cerrados y la iconografía dolorosa del catolicismo más recalcitrante, la viuda inconsolable y arruinada. No todo fueron alegrías de champagne y juegos de alcoba en Chenonceau.
Uno no puede dejar atrás el castillo sin visitar su corazón oculto: las cocinas. Sumergidas en un subterráneo, a ras del río que les proveía de pescado y otros productos que llegaban en barca y entraban directamente por sus ventanas por un sistema de poleas, el ejército de sirvientes y criados procuraba la felicidad de sus amos preparándoles exquisitos manjares con los productos que recogían de la huerta y la caza, ciervos y jabalíes, de sus inmensos bosques. Y allí, comiendo en mesas de madera rústica, pero con un cierto encanto por su sencillez y la luminosidad que les llegaba de las grandes ventanas, cabe imaginárselos también dichosos por su condición de esclavos favorecidos por la fortuna de trabajar para un gran señor, y hasta uno se los imagina medianamente libres, recorriendo las estancias prohibidas del castillo, las de sus señores, cuando estos, alojados en el palacio de Versalles, o dispersos por el centenar de castillos de su propiedad, los dejaran tranquilos por largas temporadas. Los cocineros, camareros, carreteros, palafreneros, amas de llaves, carniceros, campesinos de Chenonceau, una población de más de cien sirvientes que ocupaban las casas de campo de los alrededores del castillo, más espaciosas y bonitas que las del resto del vulgo, sí comían pasteles como sugería María Antonieta meses antes de perder su atolondrada cabeza.
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