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Creer a la voz de la naturaleza

Por Eduardo Zeind Palafox , 4 julio, 2016

 

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Por Eduardo Zeind Palafox 

 

 

Va a llover… Lo ha dicho al césped
el canto fresco del río;
el viento lo ha dicho al bosque
y el bosque al viento y al río…

Jaime Torres Bodet, Agosto

 

Es menester, para hablar de ecología, poseer conocimientos antropológicos, zoológicos y biológicos, que no tengo, pero sí filosóficos, que me permiten hablar cual profano, como quien puede meditar la vida por estar vivo, a los animales por haber convivido con muchos, tanto verticales como horizontales, y a la sociedad por pertenecer a unas que aseguran serlo.

Es la filosofía, decía Unamuno, más parecida a la poesía que a la ciencia. La ciencia es objetiva, no humana, no para lo esencial del hombre, el sentimiento, y la poesía es subjetiva, forjadora de vidas. Las palabras “naturaleza” y “hogar”, tan manoseadas por escrutadores empiristas, lucen más en versos que en tratados eruditos. Baladí sería cualquier definición de los términos mencionados, y vale más observar cómo se usan en el lenguaje vulgar que en las cátedras de doctores, donde a fuerza de abstracciones se desnaturalizan y se extranjerizan, es decir, donde acaban señalándolo todo, menos árboles, ríos, cocinas y bibliotecas.

Si fuese posible leer los sinónimos que el pueblo pone al léxico que usa inocentemente, hallaríamos junto a la palabra “naturaleza” la palabra “totalidad”, y junto a “hogar” la palabra “singular”. Dicho pareo de juicios y categorías explicaría el que tengamos por cosas lejanas y científicas al río y a la nube, y por cercanas y naturales al libro y al pastel.

Lo científico, visto así, es en nuestros días algo contingente, y lo natural algo inevitable. Lo necesario se vuelve cultura, sentimiento, idea y acto, y lo contingente mera diversión, noción, espectáculo. Lo cotidiano se reflexibiza, se asimila, y lo prodigioso, raro, se manipula, se aleja, se observa. Reflexionar una idea es doblarla, sintetizarla completamente, insertarla en nuestro caudal de conceptos, y manipularla es lo contrario, es desdoblarla, usarla y olvidarla.

Hemos vuelto a la naturaleza nuestra antípoda, obra no nuestra, ajena, artificio divino, y a nuestras obras cuevas, mares y soles. Lo natural es para el pintor reciente cúmulo de impresiones, “caos y confusión”, como dice el libro del Génesis fueron los principios del mundo, y lo artificial superficies temporalmente juntas, resguardo contra el azar.

En el río o en el árbol, donde los hebreos encontrarían “nefês”, vida, alma y persona, hallamos espejos. El bosque ya no es ante nuestros ojos enfermos “Musa verte”, musa verde, a decir de Rimbaud, sino como canta el poeta Bodet, lugar donde “naufraga en verde el paisaje”, donde como el Martín Fierro “hago en el trébol mi cama y me cubren las estrellas”.

Aplaudir lo verde y la comodidad que regala la naturaleza y no su organicidad y su belleza proviene del no vivir en “actitud reverente”, esto es, del vivir escuchando desde arriba, como reyes, atendiendo, y no del escuchar desde abajo, obedeciendo.

Y pues somos “torpes de oído”, no discernimos el bien y el mal, creemos que obedecer es esclavizarnos y que nuestro hogar común, la naturaleza, es fuerza loca que se derrumba sobre nuestros proyectos. Hemos cambiado el “Credere Deo”, creer a Dios, a su lenguaje, por el burdo “Credere in Deum”, creer en Dios, pero en uno sin voz, ciego, ofensivo, que suelta ríos y volcanes contra nuestra soberbia.–

 

 

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