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Cuantificar, colorear, emparentar: mitificar

Por Eduardo Zeind Palafox , 23 mayo, 2017

 

 

 

Por Eduardo Zeind Palafox 

Entre el «yo» y el mundo, o los objetos, está el mito. El mito, es decir, la realidad deformada. La mujer que atraviesa el camino que está frente a mí, merced a mis concupiscencias, se transforma en meta provisional. Lo que es provisional no puede colgarse de la moral, que es abstracta. Lo concreto, siglo tras siglo, es mengua de ideales. Con lo menguado o sobrestimado es imposible el saber científico, que en sus modos más modestos busca aclarar el mundo con la luz de la causalidad.

Sólo hay causalidad donde hay enlace de objetos reales. Los objetos se forman con notas sensoriales y con conceptos, y son usados por la inteligencia convertidos en representaciones objetivas. Difícil y desatinado es inferir, por ejemplo, con sombras y cuerpos sin silueta. No todo lo que estorba a la luz posee un cuerpo, pero sí sustancia. Si el «yo» es sustancia simple, original y existente, pensamos, entonces los fantasmas son posibles.

Los objetos, es decir, las formas con contenido empírico estable y conceptual, se abigarran merced a la analogía física, a la distinción por accidentes y a la observación de la duración material.

De la analogía física, del emparentar formas según colores, digamos, nace la idea de historia científica, con la que se afana captar hechos humanos de fuste con los ojos. De la distinción por accidentes proviene el lenguaje descriptivo, de novelista lento, tan ingenuo y jactancioso que hasta ha hecho novelas que llama «realistas». De la observación de la materia, mera idea, procede el hábito de cuantificar las cualidades, de explicar el mundo con lustros, décadas, siglos.

Los falsos objetos, así, son cifras de notas de cosas que parecen perdurables gracias a la «imaginación científica». Ésta cree que existen objetos de estudio matemáticos y físicos, puros, pero también que física y matemáticas pueden colaborar para descubrir verdades.

Lo extenso, de facha unívoca, es formalizado por las ciencias, tanto, que acaba siendo forma eterna. Eternizar es universalizar lo singular y colorear químicamente lo superficial, usando la teoría de los colores de Goethe. Colores y formas sintetizados con teorías científicas parecen analíticos al ser representados, mas al ser criticados, señalados como compuestos que fingen ser simples, demuestran que carecen de contenido y que no son objeto.

La cifra coloreada y por el color ligada a muchas cosas no es una «complexión», sino una mera reflexión, esto es, no algo real, o sea, temporal y causado, claro y distinto, «certitudo», como decían los latinistas, sino algo que podría existir en cualquier lugar y tiempo sin necesidad de nada.

Tal aberración es producto de la «imaginación científica», de la inconsciencia lógica, que trabaja con representaciones panteístas sacadas de lo accidental, esto es, con objetos que no pueden ser experimentados, con objetos capaces de cualquier forma y comportamiento.

La ciencia moderna, con todos los esfuerzos de Bachelard, no se ha librado de la «imaginación científica», pues más ha multiplicado la idea de mundo, el pluralismo, que la ha explicado. Pero sistematizar también es imaginar nuevas ciencias primigenias. ¿Qué hacer? No formalizar para distinguir ni homogeneizar para sintetizar, sino ampliar nuestra facultad de percepción, que por necesitar del método, esa memoria guiada por la hipótesis, urde mitos que resisten toda crítica.–


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